¡Houston tenemos un problema! Viajar al espacio está afectando la salud del sistema inmune de los astronautas

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Estudios recientes demuestran que los viajes espaciales debilitan el sistema de defensas de los astronautas

Desde hace tiempo, los científicos saben que la microgravedad altera el sistema inmunológico de los astronautas, aunque los mecanismos que conducen a este hándicap son muchos y variados, y no siempre están claros. Ahora, un equipo de científicos ha descubierto que salir al espacio exterior altera la actividad genética de unas células clave del sistema inmunitario: los glóbulos blancos.

Cada vez hay más pruebas de que los astronautas son más susceptibles a sufrir infecciones cuando viajan al espacio exterior. Por ejemplo, los astronautas a bordo de la Estación Espacial Internacional (ISS) suelen padecer erupciones en la piel, así como enfermedades respiratorias y de otra índole. También se sabe que los astronautas liberan en sus fluidos más partículas de virus vivos que cuando están en la Tierra, por ejemplo, del virus de Epstein-Barr, la principal causa de la llamada mononucleosis aguda infecciosa; del virus de la varicela-zóster, agente responsable de la varicela, sobre todo en niños y adolescentes, y el herpes zóster, sobre todo en adultos y ancianos; y del virus del herpes-simple-1, capaz de provocar vesículas o úlceras dolorosas. Estas observaciones sugieren que nuestro sistema inmunológico podría verse debilitado por los viajes espaciales.

El espacio está minado de riesgos para la salud

Desde los primeros pinitos de la exploración espacial, los científicos saben que el envío de seres humanos al espacio no está exento de riesgos para la salud de estos. La microgravedad, el polvo espacial o la radiación exterior pueden tener consecuencias letales para el organismo. Sin duda alguna, adentrarse en la última frontera de la especie humana, esto es, el espacio exterior, reporta valiosísimos conocimientos sobre el origen y la evolución del cosmos y permite la exploración de lunas y planetas, pero también entraña algunos peligros, como advierten los expertos en medicina espacial.

Y esta cautela cobra más sentido ahora que los países desarrollados estamos inmersos en una nueva carrera espacial. Hasta ahora, las misiones espaciales fueron generalmente de corta distancia, esto es, dentro de los límites de la órbita terrestre baja (OTB), caso de todas las lanzaderas espaciales estadounidenses y las misiones a la estación espacial internacional (EEI); o de corta duración, como sucedió con las misiones lunares del programa Apolo. Sin embargo, las próximas misiones buscan ampliar los límites de la exploración espacial con humanos, que incluyen planes para estancias prolongadas y viajes más largos que nunca. Sin ir más lejos, tanto la NASA como varias empresas espaciales comerciales (Blue Origin o SpaceX) ya han cogido el testigo para embarcarse en auténticas odiseas espaciales. Primero iremos a la Luna, luego a Marte.

Nos vamos a la Luna, y después, a Marte

La agencia espacial estadounidense prevé que un equipo humano pise la Luna en 2025. Por su parte, China y Rusia quieren tener lista la Estación de Investigación Lunar en 2026, mientras que Musk augura la presencia de seres humanos en Marte para 2029. La Agencia Espacial Europea (ESA) también quiere enviar humanos al planeta rojo, pero sería once años después. Por si esto fuera poco, el turismo de lujo también ha puesto el ojo en el espacio: por ejemplo, el proyecto Dear Moon, impulsado por SpaceX, de Elon Musk, aspira a llevar turistas a la órbita de nuestro satélite; y el proyecto Bloon, de Zero 2 Infinity, que tiene como objetivo transportarnos al espacio desde Andalucía a bordo de una cápsula elevada por medio de un gigantesco globo de helio.

Pero nada de esto será posible si no se protege la salud de los astronautas y turistas espaciales. En un entorno extraterrestre, existe una pléyade de procesos exógenos y endógenos capaces de poner en riesgo el funcionamiento correcto del organismo de varias maneras. Dentro de estos últimos, cabe mencionar la alteración del ritmo circadiano natural de los humanos, que se traduce en trastornos del sueño, y los trastornos de la salud mental, como la depresión y la ansiedad, desatados por al confinamiento, el aislamiento, la inmovilización y la falta de interacción social.

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La radiación cósmica puede provocar cánceres de piel y colorrectal

Las citadas radiación espacial y microgravedad protagonizan los procesos exógenos. Al salir de la atmósfera terrestre, el cuerpo de los astronautas se enfrenta a la radiación cósmica que baña el Sistema Solar, partículas subatómicas con una energía extremadamente elevada —principalmente protones y núcleos atómicos acompañados de emisiones electromagnéticas—. Se sabe que la exposición a la radiación ionizante causa serias alteraciones de la biosíntesis del microbioma intestinal, puede desatar cáncer colorrectal y de piel, inducir complicaciones oculares, como cataratas e hinchazón de la papila óptica, acelerar el endurecimiento de las arterias y perturbar el buen funcionamiento de los huesos.  

La microgravedad, por su parte, no se queda atrás. No hay que olvidar que la microgravedad es un estado en el que la única fuerza que actúa sobre el cuerpo es la gravedad, una especie de caída perpetua, sin límites. Es precisamente el estado en el que se encuentran las naves que orbitan alrededor de la Tierra. La permanencia prolongada en esta situación presenta riesgos potenciales adicionales para el bienestar. Durante los vuelos espaciales de corta duración, la microgravedad altera la fisiología cardiovascular al reducir el volumen sanguíneo circulatorio, la presión arterial diastólica, la masa ventricular izquierda y la contractilidad cardíaca. Y trastoca el estómago e intestinos, con diarreas, vómitos e inflamación del tracto gastrointestinal.

Músculos que se atrofian y huesos que se calcifican

Los músculos y los huesos también se resienten. En los vuelos espaciales que duran poco tiempo, el dolor lumbar y la hernia discal son comunes debido a la presencia de microgravedad. En estancias más prolongadas, esta podría causar una alteración en la orientación de las fibras de colágeno dentro de los tendones y reducir el cartílago articular. Los huesos, por su parte, corren el riesgo de descalcificarse. Los pulmones también se ven afectados, al verse alterado, por ejemplo, el equilibrio hídrico en ellos. Y las dermatitis se ceban en la piel de los astronautas.

El cerebro –y el sistema nervioso en general– es otro órgano al que pueden sentarle mal los viajes espaciales. Sin ir más lejos, neurocientíficos de la Universidad de Florida han descubierto recientemente que la estancia en el espacio exterior puede hacer que los ventrículos del cerebro —unas estructuras llenas de líquido cefalorraquídeo que amortiguan el cerebro, nutren los tejidos neuronales y eliminan los desechos– se hinchen de manera significativa (hasta en un 25 %). Una situación que, para fortuna del viajero espacial, se revierte, poco a poco, al regresar a la Tierra. Como anécdota, los astronautas también han informado de experimentar alteraciones en las sensaciones del olfato y el gusto durante sus misiones.

La microgravedad juega con los genes de los glóbulos blancos

Y, tal y como hemos avanzado, el sistema inmunológico tampoco se siente en su salsa en entornos del microgravedad. Esta, por ejemplo, puede interferir en el funcionamiento de los glóbulos blancos haciendo de las suyas en su ADN. «En nuestro estudio mostramos que la expresión de muchos genes relacionados con las funciones inmunitarias disminuye rápido cuando los astronautas llegan al espacio, mientras que sucede lo contrario cuando regresan a la Tierra después de seis meses a bordo de la ISS», comenta Odette Laneuville, del Departamento de Biología de la Universidad de Ottawa (Canadá).

Laneuville y sus colegas han estudiado cómo fabrican proteínas los genes de los glóbulos blancos de catorce astronautas —tres mujeres y once hombres— que residieron a bordo de la Estación Espacial Internacional de 4,5 a 6,5 meses entre los años 2015 y 2019. Se aislaron leucocitos de 4 mililitros de sangre, y las mediciones se llevaron a cabo una vez antes de partir, cuatro veces durante su estancia en la EEI y cinco veces tras regresar a la Tierra.

De este modo, se pudieron identificar 15.410 genes que se expresaban diferencialmente en los citados leucocitos. Entre estos fragmentos de ADN, Laneuville identificó dos grupos –uno con 247 genes, y otro, con 29– que cambiaron su forma de trabajar en tándem desde que los astronautas salieron de casa hasta que volvieron a ella después de permanecer un tiempo en la Estación Espacial Internacional.

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Dos grupos de genes con patrones de trabajo opuestos

Los genes del primer grupo redujeron su actividad al llegar al espacio y volvieron a la normalidad después de regresar a la Tierra, mientras que el grupo de 29 siguieron el patrón opuesto. Ambos grupos consistían principalmente en genes que dirigían la síntesis de proteínas, pero con una diferencia importante: su función predominante estaba relacionada con la inmunidad, en el caso de los genes del primer grupo, y con las estructuras y funciones celulares para el segundo.

Estos resultados sugieren que cuando alguien viaja al espacio, estos cambios en la expresión génica provocan una rápida merma en la vitalidad de su sistema de defensas. «Una inmunidad más débil aumenta el riesgo de padecer enfermedades infecciosas, lo que limita la capacidad de los astronautas para realizar sus exigentes misiones en el espacio. Si una infección o una afección relacionada con el sistema inmunitario evolucionara a un estado grave, que requiriera de atención médica, el astronauta enfermo tendría un acceso limitado a atención por parte de un médico, a medicamentos o a una posible evacuación», advierte el doctor Guy Trudel, del Hospital de Ottawa Hospital.

Los leucocitos vuelven a la normalidad un tiempo después de regresar a casa

Pero hay un lado positivo en esta indeseable situación, señalan los autores del estudio, que ha sido publicado en Frontiers in Immunology . Los resultados del trabajo muestran que la mayoría de los genes, tanto los de un grupo como los del otro, volvieron a la normalidad en el plazo de un año de regresar a la Tierra; incluso algunos solo tardaron en reajustarse unas semanas. En cualquier caso, estos resultados sugieren que los astronautas que vuelven del espacio corren un riesgo elevado de sufrir infecciones durante al menos un mes después de aterrizar en la Tierra.

Por el contrario, los autores aún no saben cuánto tiempo transcurre antes de que la resistencia inmunitaria recupere por completo su fuerza previa a la salida al espacio: es probable que la duración de este periodo dependa de la edad, el sexo, las diferencias genéticas y la exposición infantil que tuvieron los afectados a los agentes patógenos.

Los autores plantearon la hipótesis de que el cambio en la expresión génica de los leucocitos en condiciones de microgravedad se desencadena por el cambio de fluidos, donde el plasma sanguíneo se redistribuye de la parte inferior a la superior del cuerpo, incluido el sistema linfático. Esto provoca una reducción del volumen plasmático de entre un 10 % y un 15 % en los primeros días en el espacio. Se sabe que el cambio de fluidos va acompañado de adaptaciones fisiológicas a gran escala, que aparentemente incluyen una expresión genética alterada.

«La siguiente pregunta es cómo aplicar nuestros hallazgos para guiar el diseño de contramedidas que evitarán la supresión inmunológica mientras se está en el espacio, en particular para vuelos de larga duración —dice Laneuville. Y añade—: La salud de los astronautas durante su estancia en el espacio, especialmente en las misiones de larga duración, se beneficiaría al poderse detectar tanto la disfunción inmunológica como la inflamación subclínica. La detección temprana brinda oportunidades para la intervención, con el objetivo de prevenir una progresión hacia síntomas graves».

Artículo publicado por Enrique Coperías

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