Animales con cerebros humanos, el futuro de las investigaciones científicas

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Una nueva área de investigación se expande a una velocidad cada vez mayor para los investigadores del cerebro humano: crear cerebros artificiales e implantarlos en animales para estudiar su funcionamiento

Una de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), alrededor de 450 millones de seres humanos en todo el mundo sufren en la actualidad algún tipo de trastorno neurológico o psiquiátrico, desde alzhéimer y párkinson hasta depresión y esquizofrenia, pasando por trastornos del espectro autista, epilepsia, meningitis o ictus.

A pesar de que en las últimas décadas hemos asistido a avances espectaculares tanto en la prevención como en el diagnóstico y el tratamiento de una gran parte de los males que comúnmente afligen al cerebro, todavía queda un largo y pedregoso camino por recorrer en la lucha contra las enfermedades encefálicas y del sistema nervioso. El origen de muchas de ellas es aún un misterio o se conoce de forma incompleta, y los tratamientos a menudo no existen o son parcialmente efectivos, esto es, no curan al paciente, pero ayudan a combatir los síntomas, aliviar el dolor y mejorar la calidad de vida.

La razón de estas limitaciones pivota sobre dos ejes: por un lado, la tremenda complejidad de nuestro cerebro, una masa con la consistencia de un flan formada por 86.000 millones de neuronas, cada una con hasta 15.000 conexiones telefónicas, que se comunican entre sí a través de 1,5 millones de kilómetros de cables biológicos, y por una cifra similar de otro tipo de células, llamadas gliales; y por otro lado, la dificultad con la que se topan los científicos para asomarse a nuestros sesos, protegidos por la caja acorazada que es el cráneo, y de llevar a cabo investigaciones invasivas en cerebros de seres humanos vivos.

Para vencer estas barreras, los neurocientíficos han desarrollado en los últimos años nuevas estrategias que les permiten sortear estos condicionantes y asistir en directo a los procesos que gobiernan a la que es, sin duda alguna, la estructura más compleja del universo, esto es, comprender cómo funciona el cerebro desde que aparece en el embrión, por qué a veces falla y cómo se puede reparar.

Algunas estratagemas propuestas por los científicos brillan por su sencillez: si no es posible intervenir en el cerebro de un ser humano vivo para manipularlo y estudiarlo, por qué no crear uno –o piezas de él– e implantarlo en los sesos de un animal. Es este el caso de las quimeras neuronales, un área de investigación emergente que se ha expandido de forma espectacular en el último quinquenio.

Básicamente, la técnica consiste en crear neuronas humanas a partir de células madre, tanto embrionarias (células ES), que derivan originalmente de embriones, como pluripotentes inducidas (células iPS), que provienen de células adultas que se reprograman para llevarlas a un estado embrionario, e implantarlas, por ejemplo, en el cerebro de un ratón. Allí, las neuronas humanas establecen conexiones, liberan neurotransmisores, forman redes entre sí y prosperan el tiempo suficiente para que el científico complete su investigación.

Vincenzo De Paola, director del Grupo de Reparación y Plasticidad Sináptica, en el Imperial College London (Reino Unido), ha asegurado en la revista Nature que los cerebros híbridos permiten estudiar el funcionamiento de las células neuronales humanas en un cerebro vivo y en desarrollo, que, de otro modo, sería inabordable por razones éticas y técnicas. Por ejemplo, De Paola ha podido ver en directo cómo maduran las neuronas de la corteza humana y construyen redes activas en el encéfalo de un animal vivo.

Los defensores de las quimeras cerebrales afirman que esta nueva línea de investigación, lejos de ser un capricho o alarde tecnológico, es necesaria para manipular las neuronas humanas vivas y que ya está proporcionando información importante sobre la salud y la enfermedad de nuestro encéfalo.

Sin ir más lejos, gracias a estos cerebros dentro de otros cerebros, los científicos han encontrado diferencias en cómo se desarrollan y se comportan las neuronas en el síndrome de Down y la enfermedad de Alzheimer. En efecto, usando neuronas hechas de células de personas con el citado síndrome e implantándolas en el cerebro de un ratón, De Paola y su equipo descubrieron que dichas neuronas formaban redes menos dinámicas y con una menor actividad neuronal. Ahora resta saber qué relación guarda este comportamiento con la trisomía del cromosoma 21. Y en el caso del alzhéimer, el Grupo de Reparación y Plasticidad Sináptica trasplantó neuronas humanas sanas en el cerebro de ratones con una predisposición genética a este mal neurodegenerativo. ¿Resultado? Las neuronas humanas acaban por degenerarse en el cerebro enfermo del roedor, mientras que las neuronas de este permanecían vivas. El ensayo no solo confirmó que nuestras células cerebrales son especialmente vulnerables a la enfermedad de Alzheimer, sino que también les brindó a los investigadores una forma de observar qué les sucede a nuestras neuronas en un cerebro enfermo vivo.

A pesar de sus posibles réditos en el campo de la investigación neurocientífica, el implante de células humanas en cerebros de animal plantea nuevas cuestiones éticas. Algunas voces críticas advierten de que tales quimeras caen en una zona gris de la bioética, debido al potencial que tienen de desdibujar la línea que existe entre los humanos y otros seres vivos.

Los especialistas en ética se preguntan en qué momento una sopa de neuronas humanas instalada en el encéfalo de un ratón o un mono encarna algo que merece un estatus moral único. Sin ir más lejos, un informe especial de 2021 elaborado por las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina estadounidenses sobre la investigación en quimeras neuronales planteó algunas cuestiones nada baladíes, como la posibilidad de dotar a los animales de nuevas habilidades cognitivas o síntomas de enfermedades humanas que podrían ser moralmente deplorables. Como revelan algunas encuestas, la sociedad no ve con malos ojos insertar tumores humanos a ratones para investigar el cáncer; crear roedores con sistemas inmunitarios humanos, para estudiar las enfermedades infecciosas; o humanizar corazones o riñones para aliviar la escasez de órganos para trasplante.

En los últimos meses, los investigadores han trasplantado riñones de cerdo genéticamente modificados y un corazón de cerdo en pacientes humanos. Pero ¿cómo reaccionaríamos ante una quimera neuronal que dote al animal con alguna capacidad cognitiva humana? ¿Dejaría este de ser un mero animal?

Aunque la investigación con quimeras no es nada nuevo para la ciencia –a principios de la década de 1900, los embriólogos ya cortaban y pegaban pedazos de embriones de diferentes especies animales, por ejemplo, de pollo y codorniz, para averiguar dónde se originaron las señales del desarrollo embrionario–, la evolución de las técnicas relacionadas con ellas invade un nuevo territorio ético sin explorar.

Los reguladores deberán vigilar los avances con obstinación, sobre todo desde que la biomedicina baraja la posibilidad de ir más allá del trasplante de unas pocas células aisladas para crear animales quiméricos dotados de regiones cerebrales humanas. En efecto, un gran progreso en el estudio del tejido cerebral humano en el laboratorio ha sido el surgimiento de los llamados organoides cerebrales, estructuras autoorganizadas que surgen cuando las células madre cerebrales crecen en cultivo 3D. Se trata de cerebros en miniatura que los neurocientíficos usan con distintos fines, desde probar medicamentos hasta estudiar la formación de tejidos.

Desde que Madeline Lancaster y Jürgen Knoblich los crearan por primera vez en 2013, los organoides cerebrales humanos se han vuelto cada vez más complejos, hasta el punto de que algunos expertos unen varios de ellos para obtener lo que llaman assembloids.

Hoy, los neurocientíficos han comenzado a trasplantar estos últimos, así como los organoides simples, en los sesos de ratones para reproducir más de cerca la complejidad de los circuitos de nuestra sesera y cómo fallan en la enfermedad.

En 2019, el neurocientífico Rusty Gage y sus colegas del Instituto Salk de Estudios Biológicos en La Jolla (EE. UU.) logró trasplantar organoides humanos en cerebros de ratones y mantenerlos vivos durante once meses: el tejido cerebral humano se integró en el cerebro de los roedores, y desarrolló vasos sanguíneos, maduró y respondió a los estímulos, e incluso formó conexiones, escasas pero funcionales, ¡con las neuronas del ratón! Hoy este tipo de quimeras se están utilizando para encontrar un tratamiento contra el alzhéimer o el párkinson.

Artículo publicado por Enrique Coperías

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