Quizás algo sepultada bajo el frenético ritmo de producción cinematográfica que se estila desde la última década, “Shame” (Steve Mcqueen, 2011) presagiaba muchas conductas en lo referente ya no a la sexualidad per se sino al consumo de esta. Una de varias (que la película no escondía) era la (presunta) adicción al sexo de su protagonista masculino, la cual no era más que un vehículo para abordar otros asuntos. Como el de un pulso más que notable en nuestros tiempos: la huida de la intimidad, de la introspección, la búsqueda de escape a uno mismo mediante el sexo y cómo esto deviene una divisa con indiscutible peso social.
Decir “pulso” resulta mucho menos punzante que apelar al término “problemática”, tan instalados han quedado los hábitos y comportamientos que “Shame” ilustraba.
Lo que llevaría a dos conclusiones un tanto prosaicas: a veces menos es más y la fisicidad no siempre resulta una vía de escape efectiva. Ambas convergerían en el clima sexual que parece indisociable de este siglo, en el consumo compulsivo e indiscriminado de otros cuerpos en busca de una perspectiva, tranquilidad, saciedad… El objeto de esa búsqueda queda sujeto a cada individuo, pero es un retrato que cada día se revela con mayor claridad.
Nadie resulta impermeable a dicho clima. El marco tecnológico en el que nos encontramos, la figura ineludible del sexo como temática, si no principal sí definitoria, en un alto porcentaje de ficciones y productos populares… Todo termina insinuando insatisfacción, desconexión, incomunicación, esos tres conceptos vertebrales en toda relación -con uno mismo y otros- que con demasiada frecuencia ahora pronunciamos con cierto moralismo. Tres conceptos a los que un cuarto, la ternura se diría blindada. Por ignorada, por esquivada, por temida. “Shame” no moralizaba sobre el gozo sexual ni su práctica, sino que señalaba el pozo infinito de la glotonería, del extravío sentimental que acostumbra a conducir a uno a esas espirales sin fin, a escapar de sus verdaderos afectos.
Ya por 1994 Michel Houellebecq hablaba en “Ampliación del Campo de Batalla” de la práctica del sexo como una divisa de tipo social sobre la cual un individuo sería respetado en relación con la cantidad de sexo que practicara. Hoy una realidad, que no surgió de las dotes proféticas de Houellebecq sino de su metódica e incisiva observación del entorno; tampoco una novedad, ahí está la idea del harén como paraíso terrenal del hombre.
En la década de los 90 ya podía apreciarse cómo un nuevo patrón se abría, uno sobre el que la citada “Shame” desplegaría después su relato. Una turba de conceptos y percepciones sobre la identidad y la calidad personal/sexual que se ha impuesto hace ya tiempo en muchas de nuestras sociedades. Un maniqueísmo que nos ha distraído de qué puede aportarnos el sexo.
Incluso aquellos que participan en prácticas de tipo sumisión/dominación o buscan nuevos sabores sexuales, a menudo desconocen qué les ha llevado a ello. En síntesis, follar más no es follar mejor.
“La exploración de uno mismo y de otros conforma lo que conocemos como intimidad, pero no podemos alcanzarla cuando la vida sexual se convierte en una carrera de experiencias y aventuras sin un argumento de base que impulse esa curiosidad”
La exploración de uno mismo y de otros conforma lo que conocemos como intimidad, pero no podemos alcanzarla cuando la vida sexual se convierte en una carrera de experiencias y aventuras sin un argumento de base que impulse esa curiosidad. Y sin esa genuina intimidad seremos incapaces de disfrutar del cariño, el humor, la ternura o el diálogo, por mencionar solo algunos de los beneficios que nos aportan las relaciones interpersonales, sean o no de cariz sexual.
En respuesta a estos giros de timón nos encontramos ahora con figuras como la del “incel” (célibe sin desearlo) y otros términos peyorativos a aquellos “descastados”, de acuerdo a este “nuevo orden sociosexual”. Como el anticuadísimo “frígida” (lo pongo en femenino porque siempre era un término que descalificaba a las mujeres), que se refiere a aquellas afectadas por un bloqueo de tipo “psicosexual” y que una aún se encuentra por allí a día de hoy.
De este contraste de actitudes, producto de una deficiente educación sexual que solo fomenta una errónea concepción de la carnalidad como un símbolo de valía y carácter, surgen las fisuras en identidad, satisfacción y conexión al entorno que antes mencionábamos.
Subyace una pulsión infantil que confunde el placer con el empacho. Esto nos lleva a algo tan manido como poco tratado: el efecto que la inmediatez de poder follar a un click causa en nosotros. Es una excelente forma de satisfacer con presura el picor, pero nos priva del proceso de conocer a potenciales compañeros, surgidos por azar antes que por un vagamente ajustado algoritmo de afinidad. Y aquí es donde la palabra “consumo” entra en cuestión, cuando creyendo atender un deseo carnal estamos dándole alpiste al mono y cacahuetes al canario.
El problema no residirá jamás en la herramienta en sí, la app en estos casos. El problema está donde siempre ha estado, en cómo gestionamos ese conflicto entre libertades, deseos y necesidades. El favor tecnológico no merece entrar a juicio, pues somos nosotros quienes en gran parte determinamos los resultados que de su uso surjan.
No podemos huir ya de este pulso. No desde que Carrie Bradshaw (Sex and the City) o Hank Moody (Californication) nos vendieron las vidas de gentes procaces, adineradas y despreocupadas como si de una atracción de feria se tratara. Su presencia en lo cultural y su impacto desde ese ámbito son indiscutibles.
Claro que también reabre la pregunta de si somos los que consumimos o si es el mercado que opera en función de nuestras filias y gustos. Y con ello volvemos al proverbial huevo o gallina. En todo caso, es muy revelador que nadie abra una tercera vía o nouvelle vague, una revolución tácita o, en su defecto, un sucedáneo de esta. Lo que indica cierto conformismo y, por qué no decirlo, sumisión al medio y al entorno. Por ello destacaba anteriormente la importancia de una buena educación sexual, tan importante como lo es la Ética o aprender el funcionamiento del lenguaje, materias incluidas de forma implícita en todo programa escolar más o menos solvente y desarrollado.
El Sexo (aquí sí, en mayúscula) es tanto un ejercicio como un entorno y una condición, y nuestra dificultad para comunicarnos mediante y según él nos termina marcando a nivel personal. La alternativa al caos y gratuidad del sexo-a-un-click no son necesariamente el romance o la monogamia, pero sí un autoconomiento honesto, sin trampas de miel ni recompensas amañadas.
Nuestra libertad sexual es un derecho y como tal también conlleva responsabilidades, para con nosotros mismos y para con nuestro prójimo, nuestros compañeros, aventuras y encuentros. Es conociendo el lenguaje de la sexualidad que podemos verdaderamente disfrutar de ese Sexo (entorno, ejercicio, condición) antes señalado. De otro modo, no será nunca extraña la sensación de vacío, de ansiedad o impericia social que desde muchos frentes parece acechar y a la que a menudo nos rendimos.
El más cristalino ejemplo de las bondades del sexo lo tenemos en la escena que concluye “Eyes Wide Shut” de Stanley Kubrick, un triste y angustioso relato de recelos y distancias conyugales que acaba en boca de Nicole Kidman con una sucinta y poderosa solución: FOLLAR. El error que muchos cometemos es guiarnos por la cultura y tomar atajos para servir a nuestras dudas, algo que precisamente la película de Kubrick parecía criticar de forma sardónica. El propio relato es una parábola – que no moraleja – sobre cómo una estúpida inseguridad puede desembocar en una noche inquietante e interminable. El detalle capital que muchos parecen obviar deliberadamente al recordar la película es que trata la crisis de un matrimonio, no de dos extraños con un tic nervioso en el dedo y un Smartphone. Conocer al otro siempre es el mejor de los inicios. Ya descubriremos después si nos atrae o no. Mientras las urgencias del XXI no nos asfixien, claro está.
TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: