Virginia Woolf se adelantó a la crítica feminista del último tercio del siglo XX, la que trató de captar la posible diferencia del discurso femenino, el creado por una mujer o el leído por una mujer: el discurso para el que, como predijo la escritora, era necesario contar con un cuarto propio.
El comienzo de la película Las horas, de Stephen Daldry, reproduce el final de la existencia de Virginia Woolf. Se quitó la vida un 28 de marzo de 1941: llenó de piedras los bolsillos de su abrigo y se adentró en el río Ouse. Antes había escrito una nota de despedida a su marido, en la que le decía: “Querido, estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a curarme en esta ocasión. He empezado a oír voces y no me puedo concentrar. Por lo tanto, estoy haciendo lo que me parece mejor. (…) No puedo luchar por más tiempo”. Tenía 59 años.
Virginia Woolf murió solo dos meses después de James Joyce y había nacido solo una semana antes que él, el 25 de enero de 1882, pero no en Dublín, en el Dublín pobre de finales del XIX, sino en Londres y, dentro de Londres, en el barrio de Kensington, exclusivo, rico, burgués, victoriano. Se apellidaba Stephen, tenía tres hermanos, Thoby, Adrian y Vanessa, varios medio hermanos (procedentes de matrimonios previos de los progenitores) y aparente felicidad. Pero con 13 años, perdió a su madre (empezaron entonces las crisis nerviosas), y con 23, a su padre (las crisis nunca cesaron). En el ínterin, uno de sus hermanastros había abusado sexualmente de ella.
Tras la muerte del padre, los cuatro hermanos Stephen se trasladaron al barrio de Bloomsbury, cultural, literario, artístico, universitario. Vivieron inicialmente en Gordon Square, después en Fitzroy Square, y en esas casas se congregaba un grupo de amigos que se había fraguado años antes, como sociedad secreta, en la Universidad de Cambridge. Decían llamarse “Los apóstoles” y a él pertenecía Thoby, el mayor de los hermanos, así como el escritor Leonard Woolf, los críticos de arte Roger Fry y Clive Bell, o el economista John Maynard Keynes. Se convirtieron en el “grupo Bloomsbury” y contó también –algo impensable en Cambridge– con presencia femenina, la de Virginia y Vanessa. Eran concienzudos, progresistas y antivictorianos, pero también extravagantes y esnobs a más no poder. Eran divertidos y disolutos, pero también cultos e innovadores en el arte y en las letras. Virginia, desde luego, lo fue: como mujer, como escritora, como mujer escritora. Pero vayamos por partes.
Virginia Stephen no acudió a la universidad y fue educada por tutores particulares, pero la independencia que la muerte de sus padres le impuso le llevó a crearse un espacio a través de la escritura. Comenzó con el periodismo, publicando crítica literaria y crónica de viajes; siguió con la narrativa. Con la composición de cada novela, Virginia conseguía aislarse del mundo, construir una realidad paralela que le ahuyentaba de sus fantasmas y le acallaba voces oscuras. Pero llegaba después el dictamen de la crítica y la escritora temía demasiado las reseñas negativas o el recelo hacia su literatura. ¿Sabrían entenderla? ¿Terminarían de captar la magia y delicadeza de su discurso? Y los fantasmas, momentáneamente calmados, regresaban con fuerza.
Su primera novela, El viaje de ida, data de 1915; entonces era ya Virginia Woolf pues se había casado con 30 años (no pocos para la época) con Leonard Woolf. Vinieron después, en la década de los veinte, El cuarto de Jacob y las maravillosas La señora Dalloway, Al faro y Orlando. Y con cada cual, una nueva historia y un nuevo reto narrativo: la convivencia de argumentos paralelos, la alternancia de puntos de vista, las idas y venidas temporales, la inmersión en la mente de sus criaturas a través de la plasmación en bruto de su pensamiento o el estilo indirecto libre, ese recurso que confunde la voz del narrador con la del personaje.
Su narrativa podía recordar a la de Proust en el tratamiento del tiempo y a la de Joyce en el del monólogo interior, pero en femenino. Porque era mujer quien escribía, era mujer su lectora ideal y eran mujeres sus mejores caracteres; como la señora Dalloway, esa dama que dijo “que ella misma compraría flores”; o como, en Al faro, la señora Ramsay, trasunto de una madre perdida; o como Orlando, el hombre que acabó siendo fémina, trasunto esta vez de la relación de Woolf y Vita Sackville-West, escritora como ella, pero no tan grande como ella.
En la década de los treinta, se atrevió con Las olas, su novela más ambiciosa, en la que alternó dos discursos narrativos, con el paso del tiempo, como leit motiv: por un lado, seis voces de seis personajes que se suceden y superponen; por otro, la descripción de una jornada, desde que sale el sol hasta el ocaso. Y, de telón de fondo, el rumor de las olas. ¿Sabrían entenderla? ¿Terminaría la crítica de captar la magia y delicadeza de su discurso femenino?
En 1928, el mismo año de la publicación de Orlando, Woolf impartió dos conferencias en la Universidad de Cambridge; versaron sobre “Mujer y ficción” y se convirtieron en la base del ensayo Un cuarto propio:“Para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio”, afirmaba al inicio; “La independencia intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres han sido siempre pobres (…) desde el principio del tiempo. Las mujeres han tenido menos libertad que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres, por consiguiente, no han tenido la menor oportunidad de escribir poesía. He insistido tanto por eso en la necesidad de tener dinero y un cuarto propio”, reiteraba al final.
Resulta sobrecogedor que una mujer capaz de esgrimir en 1928 afirmaciones como estas viviera presa de sus temores. Porque con estas ideas –con estas visionarias ideas–, Woolf se adelantó a la crítica feminista del último tercio del siglo XX, la que trató de captar la posible diferencia del discurso femenino, el creado por una mujer o el leído por una mujer: el discurso para el que, como predijo la escritora, era necesario contar con un cuarto propio. Virginia Woolf lo tuvo y en él huía de sus fantasmas. Pero solo a ratos; al final, ganaron ellos.
Las mejores frases de Virginia Woolf
- “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.”
- “Crecer es perder algunas ilusiones para adquirir otras.”
- “Como mujer, no tengo país. Como mujer, mi país es el mundo entero.”
- “Las palabras no alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma.”
- “La vida es un sueño. Es el despertar lo que nos mata.”
- “Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien.”
- “El arte es la única forma seria de hacer las cosas; el objetivo del arte es simplemente este: decir las cosas como son.”
- “La historia de la resistencia de las mujeres a los poderes de los hombres es la historia de la literatura.”
- “Todo tiene sus compensaciones. Hay libertades que uno gana y libertades que uno pierde.”
- “El anonimato corre como un hilo a través de toda la historia de la mujer.”
Artículo publicado por Margarita Garbisu
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