El olor, el sabor y la textura de un plato pueden llevarnos a casa de nuestros abuelos, a un primer amor o a ese viaje que no olvidamos.
Hay platos que no solo se comen. Se viven. Basta un bocado para que algo se active por dentro. El estómago reacciona, sí, pero también lo hace la memoria. De pronto, vuelves a la cocina de tu abuela. O a aquella cena con alguien que ya no está. La gastronomía, cuando toca bien las teclas, puede ser una experiencia tan intensa como una canción, una película o una carta escrita a mano.
El cerebro también come
Detrás de este fenómeno hay ciencia. La neurogastronomía lo explica: cuando comemos, el cerebro interpreta mucho más que sabores. Percibe olores, texturas, temperaturas y sonidos. Y todo eso se mezcla con recuerdos, emociones y vivencias previas.
El olfato, por ejemplo, está directamente conectado al sistema límbico, que es donde se gestionan las emociones. Por eso un simple aroma puede disparar una emoción muy fuerte. Lo explica bien Gordon M. Shepherd, neurólogo de Yale, en su libro Neurogastronomía: no saboreamos con la lengua, saboreamos con el cerebro.
Cocinar para emocionar
Los grandes chefs lo saben. No solo cocinan para alimentar. Cocinan para provocar. Ferran Adrià lo decía claro: “No vendemos comida, vendemos emociones”. En un restaurante de alta cocina, cada plato se diseña con una intención. Uno busca sorprender. Otro busca reconfortar. Y otro, dejarte callado.
Pero no hay que irse a un restaurante de estrella Michelin para vivirlo. A veces basta con un buen guiso de lentejas o una torrija hecha en casa. La emoción no tiene que ver con el precio del plato. Tiene que ver con lo que ese plato significa para ti.
El poder del sabor como detonante
Hay sabores que tienen una carga emocional directa. El dulce, por ejemplo, se asocia al placer inmediato. El ácido, a la alerta. El umami —ese sabor sabroso que está en los caldos, los quesos curados o los champiñones— genera calma y sensación de satisfacción.
Por eso ciertos platos nos consuelan. Otros nos estimulan. Y otros nos generan nostalgia. No es casualidad que en momentos tristes el cuerpo pida chocolate, o que después de un día duro solo quieras una sopa caliente.
Gastronomía y memoria: el sabor como archivo
El chef francés Alain Passard dice que “un plato que no te recuerde algo, no sirve”. Y tiene razón. Comemos con el cuerpo, pero también con la memoria. Hay platos que funcionan como llaves. Abren puertas que llevaban años cerradas. Te devuelven a una época, a un lugar, a una persona.
Este vínculo entre comida y memoria es tan fuerte que incluso se usa en terapias para personas con Alzheimer. Estudios del Journal of Nutrition, Health & Aging han demostrado que ciertos alimentos y olores pueden activar recuerdos olvidados en pacientes con deterioro cognitivo.
Comer en compañía también emociona
Comer solo no sabe igual. Una comida especial compartida se graba con más fuerza. El cerebro asocia el sabor con las risas, las conversaciones, el contexto. Por eso ciertos platos saben mejor cuando los cocinas para otros. Y por eso las cenas importantes siempre tienen algo de ritual.
La gastronomía es una forma de contar historias. Cada plato habla de quién lo cocina y de quién lo come. A veces emociona por lo que lleva. A veces, por lo que evoca. Y a veces, simplemente, porque llega en el momento exacto.
La próxima vez que algo te haga llorar en la mesa, no te extrañes. Es tu memoria. Es tu historia. Y sí, es solo un plato. Pero también es mucho más.