Frank Sinatra o la elegancia del show business

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Frank Sinatra no era especialmente alto, apenas medía 1,72 m, sí bastante enclenque, y aunque no hacía gala de un perfil grecorromano sí que poseía unos impactantes ojos azul cielo de verano en Manhattan.

La forma de llevar tu sombrero / La forma en que bebes tu té / El recuerdo de todo eso / No, no pueden quitármelo”. Con estos primeros versos arranca la canción “They can’t take that away from me”, popularizada a lo largo de las décadas en voces tan variopintas como las de Ella Fitzgerald o Louis Armstrong, Robbie Williams o Seal. Sin embargo, pocos autores han logrado hacer tan suya esta composición que habla sobre vivir con estilo y clase como Frank Sinatra. El artista nacido en Hoboken (Nueva York), cuyos padres provenían de la vieja Sicilia, llegó a encarnar la quintaesencia del estilo en la época con más estilo de Hollywood; y eso, es decir mucho.

            El atractivo de Sinatra, de quien el pasado mes de mayo de 2023 se conmemoró los 25 años de su muerte, era un verdadero misterio; así al menos lo reconocían las mujeres que lo conocieron y que fueron algo más que amigas. Frank Sinatra no era especialmente alto (1,72 m), sí bastante enclenque, y aunque no hacía gala de un perfil grecorromano sí que poseía unos impactantes ojos azul cielo de verano en Manhattan. Pero todo en él era atractivo, y no solo para las mujeres. Su forma de caminar, de fumar, de sonreír, de llevar el sombrero, de guiñar un ojo, de dar un apretón de manos… A lo largo de al menos un par de décadas, pocas mujeres estadounidenses dejaron de soñar con un idilio secreto con Sinatra, mientras sus maridos anhelaban convertirse en uno de sus compañeros de correrías, entre los que imperaba un código de honor y lealtad próximo al de la propia Cosa Nostra. De hecho, algunos de los mejores amigos de Sinatra eran miembros de la Mafia, porque ni siquiera el crimen organizado lograba evitar los encantos del artista.

Imagen promocional, ya icónica, de la película ‘Pal Joey’, de 1957.

            Para entender la gran capacidad de seducción que obró Frank Sinatra en la sociedad estadounidense de los años 40 y 50, más allá de su magistral e irrepetible capacidad vocal, hay que echar un vistazo a sus raíces. Con más de cinco millones de italianos instalados en los Estados Unidos en los primeros años del siglo XX, constituían la comunidad de inmigrantes más grande de la época. Al igual que muchos otros grupos de emigrados, estos nuevos estadounidenses, generalmente pobres, a veces analfabetos, enfrentaron numerosos desafíos para adaptarse a la sociedad, desde oportunidades laborales limitadas hasta prejuicios absolutos; eran considerados ciudadanos de segunda. En ese contexto, la música con sello autóctono suponía un elemento de identificación y asimilación.

Entonces, de pronto, a finales de los años treinta, siguiendo la estela de cantantes anglosajones como Bing Crosby, emerge un jovencísimo Frank Sinatra que no solo triunfa en el cine, sino que, al estallar la segunda guerra mundial, se convirtió en la voz que aplacaba las penas de las esposas y novias que tenían que despedir a los hombres que se marchaban al frente. Aquello se convirtió en un factor integrador para todos los italoamericanos: un compatriota suyo contribuía con su trabajo a la causa nacional. Eso era mucho más que simple música.

            La estela del éxito de Sinatra la siguieron otros muchos jóvenes cantantes italoamericanos, como Dean Martin, Tony Bennett, Perry Como, Louis Prima, Vic Damone o Al Martino. Cada uno tenía su propio estilo cantando, pero la mayoría hacía gala de un gusto similar por el buen vestir, los restaurantes de lujo, los mejores coches y, en definitiva, un hedonismo exquisito con el inequívoco sello italiano.

            A ello se debe, entre otras cosas, que a la Mafia le encantara codearse con Sinatra y su amigo de juergas Dean Martin. Los propios mafiosos reiteraban: “Sicilia siempre ha sido exclusivista”. Y resulta que el padre de Frank Sinatra procedía de Lercara Friddi, la misma aldea siciliana en la que había nacido Charlie Lucky Luciano, el capo di tutti capi (jefe de jefes). Eso convirtió a Sinatra, automáticamente, en “uno de los suyos”. El propio comportamiento del cantante confirmaba esa consideración, haciendo gala de ese particular código de honor tan parecido al de los hampones –crímenes al margen–, con un férreo sentido de la lealtad. Así que los mafiosos tenían en el clan Sinatra (el popular Rat Pack) el reflejo ideal: eran “espaguetis” como ellos y al mismo tiempo, las máximas estrellas del espectáculo, amigos de políticos y deseados por las mujeres; italoamericanos de éxito, en definitiva.

Cómo era el estilo de Frank Sinatra

Pero, ¿en qué consistía ese nuevo estilo? Digamos que podríamos definirlo, para la generación millennial, como “el estilo Don Drapper” de Mad Men (de hecho, Dean Martin fue el referente estético principal para el personaje). Se estilizaban las líneas, se estrechaban solapas, recortaban mangas (para que se viesen mejor los puños de la camisa) y era más arriesgado en los tejidos, como ese mítico traje espejo que lució Dean Martin en su debut en solitario tras su ruptura con Jerry Lewis, o los abrigos de pelo de camello. En cuanto Sinatra y el resto vieron lo que el sastre Sy Devore, el más popular de Los Angeles, estaba haciendo con el fondo de armario de Dean Martin, lo convirtieron en lo que ellos denominaban “el custodio de los trajes reales”, lo que suponía que no solo les diseñaba y hacía los trajes, sino que muchas veces los acompañaba en las temporadas conjuntas que compartían en Las Vegas para cuidar del perfecto estado de los ternos antes de cada función. A mediados de los sesenta, Sinatra contaba con un armario (varios, es de suponer) con más de ciento cincuenta trajes de Devore, cuya sastrería de Beverly Hills se había convertido en la más popular entre la beautiful people de la Costa Oeste. Más adelante, cuando el cantante quiso rejuvenecer un poco su estilo, se decantó por el corte inglés de Carroll & Co., Dunhill y otros maestros de Savile Row.

            El gusto por el buen vestir de Sinatra llegaba al extremo de que le irritaba sobremanera que la gente no cumplía con unos mínimos códigos de conducta. No soportaba que no supiesen ir vestidos correctamente para cada ocasión. Le molestaba por igual el hombre que acudía a una cena sin su esmoquin de rigor como el que se vestía con él para asistir a un espectáculo con el que no encajaba ese vestuario; y por supuesto, jamás había que llevar un esmoquin en domingo.

La actriz Shirley MacLaine apenas arrancaba su carrera con 22 años cuando asistió, bautizada como “mascota del Rat Pack”, a varios de los ceremoniales de Sinatra y sus camaradas a la hora de arreglarse para salir a escena en el legendario Hotel Sands de Las Vegas. “Me quedaba verdaderamente perpleja de que unos hombres pudiesen cuidar de forma tan exquisita y relamida su aspecto”, llegaría a comentar la protagonista de Magnolias de acero. Lo principal era no tener nunca prisas, y por eso empezaban siempre a vestirse con bastante antelación al espectáculo. Ante todo, el afeitado, cada cual a su estilo: navaja en el caso de Sinatra, maquinilla eléctrica en el de Martin y cuchilla en el de Sammy Davis Jr., el tercer puntal del Rat Pack. Después, la colonia, que corría a raudales entre los artistas casi tanto como el alcohol; Agua de Lavanda Puig para Frank, Woodhue de Fabergé para Dean (aunque solía bromear en el escenario mojando sus dedos en el vaso de whisky y dándose con estos tras las orejas) y una contundente combinación de Lactopine, Hermès y Au Savage para Sammy.  

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En el camerino, hablando con Quincy Jones, poco antes de salir al escenario del hotel Sands de Las Vegas, en 1963.

En el momento de vestirse, como cualquier mortal, todo empezaba por la ropa interior. Blanca, inmaculada, planchada. Las camisas eran siempre nuevas, también blancas, almidonadas. El traje, bien aireado tras ser planchado específicamente para cada ocasión, había sido bien seleccionado según el momento. De igual modo se hacía con el tipo, color y material de la corbata o la pajarita, seda por lo general, a escoger entre una amplia variedad cuidadosamente doblada en los cajones de un arcón de viaje. En otro de los cajones se guardaban los pañuelos para el bolsillo de la chaqueta si la ocasión así lo requería (siempre rojo para el esmoquin). Sulka y Turnbull & Asser eran las marcas preferidas para ambos complementos, hasta que Sinatra lanzó su propia colección de corbatas. “Nunca he conocido a una mujer que pudiese elegir una corbata de mi gusto”, comentaría el cantante. No era cierto: su primera esposa, Nancy Barbato, lo conseguía.

Frank y Dean eran muy especiales para los colores. Sinatra, sobre todo, hasta el punto de llamar la atención a la gente en medio de una fiesta. Lo más imperdonable era llevar un traje marrón por la noche. Para ese momento, siempre negro. Tal vez azul, si era un azul medianoche o, si no había más remedio, gris oscuro. En 1965, Frank y Dean acudieron juntos al popular programa, aún en antena, The Tonight Show, presentado por Johnny Carson (hoy, por Jimmy Fallon). Durante la emisión en directo, la pareja, embutida en sus elegantes esmóquines negros, interrumpió el guion previsto para recriminar al presentador, los invitados y la orquesta, que fuesen vestidos con trajes grises. “Se supone que esto es un programa de medianoche, ¿no? –comentó Frank- ¿Qué diablos hacéis vestidos así?”

Durante el día, por el contrario, apostaban por los colores arriesgados y alegres, como el naranja o el verde, siempre combinados con buen gusto. Sinatra, por ejemplo, odiaba por lo general que alguien usase calcetines blancos con zapatos negros y pantalón gris, pero Dean Martin lo hacía, aunque con tal clase que llegó a convertirse en referente estilístico del Rat Pack y, por ende, de la imagen de triunfador encantador de los primeros sesenta.

Sinatra en el estudio de grabación Capitol Reccords en 1954, en los días en los que registraba una obra maestra tras otra.

De regreso a los camerinos del Sands, ya vestidos, con sus zapatos relucientes como espejos ya calados, había que llenar los bolsillos. “Siempre me han gustado los bolsillos –dijo Sinatra en una ocasión-. Cada cosa tiene su pequeño hogar, limpio y ordenado”. El pañuelo de lino blanco en el interior de la chaqueta, pequeños caramelos de menta en el bolsillo izquierdo de esta, algunos cigarrillos Camel sin filtro en el derecho exterior, unos pocos pañuelos de papel, sueltos, en el izquierdo… En el pantalón, un clip con un fajo de billetes nuevos, ninguno menor de cien dólares. En cuanto a las joyas, Sammy Davies era el que más lucía. Con el paso de los años llegó a tener sus dedos repletos de anillos, además de varias cadenas de oro. Por su parte, Dean Martin solo llevaba una esclava de oro en la muñeca. A Sinatra no le gustaba nada de eso. En cierta ocasión le regalaron una con sus iniciales grabadas, pero nunca se la puso: “No necesito una cadena con mi nombre como si fuera un caniche”. Lo que sí solía llevar era un anillo en el dedo meñique, un pinky ring. Dean Martin y él se hicieron diseñar uno que se regalaron mutuamente, como símbolo de hermandad. Dean nunca se lo quitaba, pero Frank lo alternaba con uno de la familia Sinatra y otro que sellaba su relación con el mafioso Sam Giancana, el gran capo de Chicago. Para la camisa, los gemelos de casi todos eran comprados a Swifty Morgan, un joyero de Florida. Una vez listos, Sinatra y Martin se estudiaban el uno al otro para revisar traje y complementos. Si todo estaba en orden, era el momento de salir de la habitación y subir al escenario. El show iba a comenzar.

Con tan exquisito cuidado por su imagen, es comprensible que a estos tipos solo les hiciese falta cantar como los ángeles para meterse al público en el bolsillo. Y lo mejor es que lo conseguían sin apenas esfuerzo. Tanto Frank Sinatra como su camarilla de amigos fueron artistas que marcaron una época por su forma inimitable de cantar y su arrolladora fuerza en el escenario. Pero también, como hemos visto, imprimían un carácter especial en cada una de sus apariciones públicas, ya fuese en un teatro, un plató de televisión o la mesa de un restaurante, gracias a su inacabable placer por apurar la vida hasta su última esencia, empezando por lucir palmito con el mayor de los encantos.

Artículo publicado por Javier Márquez Sánchez para la edición impresa de Rísbel Magazine nº20.

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