Por Carlos Herranz
El feminismo no es solo una cuestión de justicia con las mujeres sino también con nosotros mismos
No conozco a ningún tipo interesante que se sienta amenazado por el feminismo. De lo otro, sí. Cuando un hombre dice tener miedo a quedarse a solas en un ascensor con una mujer -que ya uno no sabe si puede o no decir un piropo o que tiene miedo a iniciar cualquier juego de seducción- está dejando caer ese mandato patriarcal tan recurrente que consiste en atizar la falta de fiabilidad de la mujer y por tanto, su credibilidad. La mujer mentirosa, o cuanto menos, exagerada o histérica. Son los recursos del neomachismo como reacción inmediata al “ataque” del feminismo. Una victimización basada en falsedades como evocar las denuncias falsas por violencia machista, pese a que esté completamente acreditado que se trata de un porcentaje residual, o que sus méritos pueden verse penalizados por discriminaciones positivas, pese a que sólo baste con observar la historia para darse cuenta de que cuando no se da la positiva, se da irremediablemente la otra por pura inercia histórica. Todos estos ataques del hombre amenazado delatan una masculinidad frágil que, en lugar de aprovechar para replantearse, se rebela contra esa parte de la sociedad que le está obligando a cambiar de códigos y normas porque ya no valen esos que ha aprendido. Tocar esa fibra es tocar todo un sistema de seguridades milenario que emana de los mandatos patriarcales en el que muchos hombres han depositado su confianza personal y que viene a ser el de la masculinidad clásica. Deconstruir todo ese aprendizaje para reconstruir una masculinidad más sana y feminista ya no es una opción con la revolución morada puesta en marcha a una velocidad exponencial en ciertas sociedades como la española desde hace años. Estamos ante una transformación social como pocas en la Historia. Pero quizás han faltado discursos que expliquen a esos hombres reticentes y que se sienten amenazados por qué van a ser más felices en una sociedad igualitaria. Y esos discursos han escaseado por parte de otros hombres. El feminismo hablado y razonado entre hombres. Eso de lo que menos se habla. Y es en este contexto en el que detecto dos errores que han retrasado nuestro avance. Uno es la falta de sanción de comportamientos machistas dentro de grupos de hombres y el otro, la falta de un discurso alegre sobre los beneficios de reconstruir masculinidades. Para ambas cosas es necesario tener coraje y honestidad, probablemente, valores muy interesantes si los conectamos con la virilidad. Todos hemos callado ante un comentario o unas risas machistas porque sancionarlo en aquel momento nos hubiese apartado de un grupo aunque supiésemos que teníamos que haberlo hecho. El valor de enfrentar esa sanción supone abandonar un área de confort y privilegio. Pero ser consciente de ello tampoco es partir de la nada. También ha faltado explicar a otros hombres que el feminismo no es solo una cuestión de justicia con las mujeres sino también con nosotros mismos. Porque detrás de esas estructuras patriarcales, también hay sufrimiento para los hombres. Por ejemplo, cuando el aprendizaje de esa masculinidad clásica nos ha indicado que mostrar emociones era de débiles o que nuestro rol es el de ser siempre activos proveedores de orgasmos. Siempre erectos y dispuestos, como si ése fuera un buen parámetro de hombría. Y de repente el feminismo te permite deshacerte de toda esa carga. Y puedes llorar, decir que hoy no tienes ganas de sexo o tener un gatillazo tremendo y reírte de todo ello sin que ningún pilar de tu masculinidad tiemble. Liberarnos de todo aquello a lo que esos mandatos patriarcales han condicionado nuestra masculinidad.
Pero para poder llegar a todo ello hay una tarea que viene aderezada por dos ingredientes: lo incómodo y lo apasionante. Y si te zambulles en ella vas a sentir esa dicotomía inevitable. Es incómodo porque lleva en su ADN el reconocimiento de una posición milenaria de ventaja y dominación y deshacerse de ella supone eliminar algo intrínseco a la educación con la que hemos crecido. Y al mismo tiempo es apasionante porque se deshace un camino aprendido para explorar otros muchos cargados de posibilidades.
Y por último hay un reto más: el más político y amenazante. El riesgo de la moda. Todo aquello que empieza siendo un combate político por una mejor sociedad y acaba siendo un lavado de cara sin cambios estructurales cual estrategia de márketing. Greenwashing, pinkwashing, backwashing…todos los movimientos sociales que pretenden cambios se enfrentan a través de estos lavados a una despolitización cuyo objetivo básico es vaciarlos de contenido. Y éste no iba a ser la excepción. Hablar de nuevas masculinidades se ha puesto de moda y el sistema, que por definición ha seguido parámetros patriarcales desde su germen, lo sabe. Y transforma las nuevas masculinidades en algo “cool” en lo que todo y todos caben. Es la estrategia de banalizar al enemigo en una nebulosa ajustada a los parámetros de moda actuales para domesticarlo. Las “nuevas” masculinidades pueden no ser mejores que las anteriores. De hecho, esa novedad podría ser la forma que tiene el orden patriarcal de incluir ciertas demandas de igualdad, pero sin trastocar en lo fundamental el reparto desigual de género. Superar el machismo es un camino largo, complejo y de verdadero proceso interior que dista mucho de emular el prototipo que ya nos brinda el sistema: un hombre alternativo, que se cuida y de trato suave. Un perfecto “softboy”. No nos quedemos en la superficie, en esa versión individualista y cosmética que tiene como consecuencia una versión del patriarcado 3.0 actualizada, sin quebrar ni mucho menos sus cimientos. La trampa del cambio individual es que sigue con la lógica del mismo sistema, en el que la regla de oro es no ser un perdedor. Parecería como si el neomachismo hubiese captado perfectamente la jugada. Ni Putin sería gayfriendly con un pin arcoíris en la solapa ni Trump conectaría con la diversidad ataviado con una camiseta de Black Lives Matter. Tampoco los fastfood se transforman en sanos por colorearlos de verde. Obviedades que en tiempos de Instagram, cuando aparentar y ser se confunden desde proyecciones narcisistas individuales, no parecen serlo tanto. Dedicar más tiempo y esfuerzo a la lucha individual va en detrimento de lo colectivo de forma irremediable y sólo desde lo colectivo se pueden quebrar las dinámicas de la desigualdad. Los cambios individuales tienen un sentido pero pueden caer en las redes del mismo sistema que intentamos poner en cuestión. Ser mejor persona individualmente no será suficiente si no va a acompañado de un compromiso social. Porque ahora más que nunca, también para nosotros está más vigente aquel lema de los años 70, lo personal es (siempre) político.