Por María Estrada
Ilustración de Mario Paul para Rísbel Magazine
Federico García Lorca nació un 5 de junio de 1898, una semana antes de que España perdiera sus últimos dominios en ultramar. El destino le dio como primera y última escena un país que recogía su flota y su dignidad y ocultaba sus penurias que estallarían sin remedio en una guerra entre unos hermanos muy machos que acabarían, entre otros, con la propia vida del poeta.
En esa España nunca se le permitió ser homosexual, y sin embargo de no haberlo sido jamás habríamos tenido versos tan gitanos como los del Romancero, tan “pá dentro” como los del Cante jondo, tan cicatrizantes como los de Poeta en Nueva York o tan viscerales como los de los Sonetos del amor oscuro. Porque solo el que oculta su ser sabe encontrar la belleza en los olvidados.
Federico vivió sus días encandilando a quien compartiera espacio con él. Hombres y mujeres quedaban prendidos irremediablemente ante la labia del poeta, que había sido educado para ser el verdadero señorito andaluz que tocaba, pintaba y sobre todo escribía como los ángeles. Su vida amorosa, sin embargo, fue la única parcela que se reservó para sí, y fueron esa introspección, ese pudor y esa soledad los que probablemente le hicieron sentir de esa manera tan lorquiana. Decidió permanecer dentro de un armario que nunca estuvo cerrado, pero tampoco completamente abierto, en un zigzag continuo de amores frustrados e intensamente vividos, quizás por ese masoquismo del juglar que hace del tormento su musa y disecciona la oscuridad para convertirla en los versos más hermosos de Granada.
El pintor surrealista
Pero ante todo canto un común pensamiento
que nos une en las horas oscuras y doradas.
No es el Arte la luz que nos ciega los ojos.
Es primero el amor, la amistad o la esgrima.
Extracto de la Oda a Salvador Dalí.
Dalí fue su primer gran hallazgo, y su historia de amor jamás consumada quedó reflejada en Querido Salvador, querido Lorquito, la obra que reúne la correspondencia cruzada que mantuvieron entre 1925 y 1936 dos amigos en su condición de genios.
Se conocieron en 1923 en de la Residencia de Estudiantes, pero la verdadera conexión se gestaría en la semana santa de 1925, cuando Salvador convida a Federico a pasar unos días en su residencia de Cadaqués. Aquel retiro en el Ampurdán fue un pequeño idilio y el punto de no retorno de una relación que se rompería después en un vaivén de pasiones, idolatrías y envidias. Dalí, años después de la muerte del poeta, describía en el diario El País su relación con Lorca como “un amor erótico y trágico por el hecho de no poderlo compartirlo”.
El veleidoso escultor
Los densos bueyes del agua
embisten a los muchachos
que se bañan en las lunas
de sus cuernos ondulados
Extracto de El emplazado en el Romancero Gitano
Pero su primera historia de amor verdadera, en la que amó y penó a partes iguales, llegaría junto a un joven escultor que nunca esculpió busto tan bello como el suyo. De piel cetrina y cabello castaño, Emilio Aladrén era, según dicen sus amigos, demasiado frívolo para un poeta. Sucumbió a los encantos de Lorca dejando desconsolada a su anterior pareja, la pintora Maruja Mallo, pero nunca suscribió el amor exclusivo y entregado de una sola carne, en parte por su juventud —era 9 años más joven que Lorca—, en parte por su hedonismo. Se le veía coquetear con hombres y mujeres, y quien le conoció sospechó siempre de aquella relación descompasada gracias a la cual el escultor cosechó un gran rédito social.
Con Emilio, Lorca no hizo más que sufrir de nuevo, tanto que tuvo que dejar su tierra de torerillos y pastores y emprender rumbo a las Américas con el corazón en dos mitades. No obstante, el aire del Nuevo Mundo le dio la libertad que en su España natal se le había negado, y no fue hasta entonces cuando Lorca, ya sanado, comenzó a aceptarse a sí mismo desaprendiendo algunas de las cosas que en la Andalucía de sombrero y rosa en el ojal le habían enseñado. Amar no podía ser un pecado.
El “tres erres”
Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.
Extracto del Poeta le pide a su amor que le escriba
En Poeta en Nueva York Lorca se zafó de su pena hablando de rascacielos y suburbios. Volvió a España a recoger su éxito, y fue entonces cuando la Barraca comenzó a girar por todos los rincones de la Segunda República regalando teatro. En este contexto conoció al que muchos dicen fue su último amor, Rafael Rodriguez Rapún, de atlética complexión e ideales socialistas.
Se conocieron en una función del Amor brujo que se ofrecía en la Residencia de Estudiantes, y a pesar de no haber conocido barón alguno, Rodriguez Rapún sucumbió también a los encantos naturales del granaino, y su amistad fue moldeándose hasta convertirse en el noviazgo más afianzado del poeta. De secretario de la Barraca a secretario personal de Lorca, Rapún fue entrando en la vida del escritor hasta ocupar un puesto indispensable en su creación.
La separación del binomio llegó con la muerte del poeta en un amanecer del verano de 1936. Lorca tenía solo 38 años, y su mente maravillosa y atormentada estaba aun descubriéndose, pero el destino quiso arrebatársela por rojo y por homosexual. De Rodriguez Rapún se sabe que se fue a la guerra, y justo un año después de la muerte del poeta, perecería él también en el campo de batalla.
El amor oculto
Aquel rubio de los trigos
hijo de la verde aurora,
alto, sólo y sin amigos
pisó mi calle a deshora.
Extracto del Romance del rubio de Albacete
El último amor desvelado de Federico García Lorca fue Eduardo Rodríguez Valdivieso, un joven nacido en Albacete y criado en Granada que sentía como un niño indefenso. Cuentan de él que amaba la literatura y que era pobre e infeliz, pero el recuerdo de aquel romance junto a Lorca le sanó muchas heridas.
La historia de Juan Ramírez y Lorca estuvo oculta por propia decisión de Ramírez hasta su fallecimiento en 2010, quizás por preservar la intimidad propia y la del poeta, o quizás por la vergüenza del que vivió en una España reprimida y carca, vergüenza de la que nunca pudo escapar.
Este romance fue recibido por los estudiosos con verdadero entusiasmo, ya que no solamente desvelaba al verdadero receptor de los póstumos Sonetos del amor oscuro —que hasta entonces se asociaban a Rapún—, sino que descubría una de las piezas claves del enigma de la muerte del escritor, y es que Lorca murió por amor.
Tras el golpe de Estado de Franco, Lorca, aconsejado por sus allegados, estaba decidido a abandonar de nuevo España y emprender una nueva etapa como exiliado en Mexico. No obstante, dicho viaje nunca llegó a producirse porque el poeta prefirió esperar en casa de Luis Rosales a su enamorado, que a sus diecinueve años aún tenía que pedir el permiso de sus padres que finalmente nunca le fue concedido.
Lorca murió por la misma razón que vivió: por amor. Y es que, mirando al pasado, su biografía no hubiera brillado como lo sigue haciendo de no haber sido por ese ardor que rezumaba por sus poros. Todo lo que hizo fue empujado por la explosión arrebatadora que luchaba en sus adentros, y así guió sus días, sus poemas, sus obras y sus amores. Lorca murió por amor, y esto es lo más grande que jamás se podrá decir del gran poeta de Graná.
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