El 2 de febrero de 1922, James Joyce cumplía cuarenta años y, como regalo de madurez, pudo contemplar, tocar, hojear un ejemplar de su novela Ulises. Ese día la mítica librería parisina Shakespeare & Company, regentada por la estadounidense Sylvia Beach, lanzaba la primera edición de la obra, tras un largo tiempo de génesis y composición.
Joyce había comenzado a darle forma en 1904, el mismo año en que abandonó Irlanda y el mismo año en que conoció a una joven camarera de hotel llamada Nora Barnacle: fue el 10 de junio y, seis días después, el 16, se citaba con ella por vez primera. Desde ese momento Joyce y Barnacle, James y Nora, permanecieron juntos de por vida; juntos dijeron adiós a Dublín y juntos recalaron en diferentes ciudades europeas.
Primero en Trieste, en donde nacieron sus dos hijos, Giorgio y Lucia, y en donde Joyce remató Retrato del artista adolescente -una novela con base en su propia vida y con Stephen Dedalus como protagonista- e inició la aventura de Ulises. Dos nuevas ciudades en dos nuevos países contemplaron su continuación: Zurich, espacio neutral al que la pareja se trasladó con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y, finalmente, a partir de 1920, París. En París la finalizó y en París, como sabemos, la publicó.
Pero en febrero de 1922 la novedad editorial no era del todo desconocida para el público anglosajón y francés. Por un lado, algunas partes de la novela se habían podido leer entre 1918 y 1920 en la revista The Little Review, si bien las autoridades americanas prohibieron la continuidad de su divulgación por considerarla obscena e indecorosa.
Por otro, muchos ciudadanos franceses habían tenido noticia de la obra, ya que el 7 de diciembre de 1921 el crítico Valery Larbaud dictó una conferencia sobre ella en una sala de La Maison des Amis des Livres, otra librería mítica de París regentada por Adrienne Monnier.
Larbaud entonces desveló algunos de los misterios de Ulises: que era un trasunto de La Odisea de Homero (lo que era fácilmente deducible por su título),que, por tanto, cada uno de sus dieciocho capítulos se correspondía con un episodio de la epopeya griega, pero también que cada uno de sus dieciocho capítulos se vinculaba con una parte del cuerpo, con una técnica narrativa distinta y con una hora del día 16 de junio de 1904, el mismo del primer encuentro entre Joyce y Nora.
Retrato de James Joyce realizado por el artista SeungWon
en exclusiva para la edición impresa de Rísbel Magazine nº18
La conferencia fue un éxito absoluto, con un público entregado y con sorpresa final, al aparecer en escena el propio Joyce, que se había agazapado tras unas cortinas durante la intervención. No mucho tiempo después, la ponencia se publicó en forma de artículo en dos revistas: en la francesa La Nouvellel Revue Française en abril de 1922 y en la británica The Criterion en octubre de ese año. Para entonces Ulises era ya una realidad como volumen y su leyenda comenzaba a fraguarse.
Porque es bien sabido que no es una composición de asimilación rápida y que el lector debe hacer un importante esfuerzo cuando se enfrenta a sus páginas, aunque en apariencia su argumento no parece en exceso complejo.
Dos personajes lo sostienen: Leopold Bloom, un irlandés de unos treinta y pico años, de origen judeo-húngaro, algo mediocre y conformista, y Stephen Dedalus, un joven poeta e intelectual, maestro en un colegio de niños ricos y protagonista de la novela previa de Joyce.
Dedalus se dispone a salir de su casa a las 8 de la mañana de ese 16 de junio de 1904, lo mismo que Bloom, este después de haber preparado el desayuno a su mujer Molly, una gibraltareña soprano de profesión, que tiene un affaire con su representante.
Cada cual, Bloom y Dedalus, sigue su rumbo, el rumbo de ese día en la ciudad de Dublín, hasta que en un momento de la noche sus caminos se juntan. El argumento, sí, parece sencillo, pero entonces, ¿por qué la fama de imposible (hasta el propio Joyce la denominó “maldita novela monstruo”) persigue a esta creación? Entre otros muchos aspectos, por su lenguaje.
Ya se ha dicho que cada capítulo contempla una técnica diversa, pero, además, toda la trama está salpicada del llamado fluido de conciencia o monólogo interior; o lo que es lo mismo, de la plasmación en bruto en la página en blanco de los pensamientos de los personajes, con todas sus coherencias e incoherencias.
Así el lector se introduce en la mente desordenada de Leopold a través de un idioma a menudo entrecortado y caótico, con fragmentos como este: “Lo estoy buscando. Sí, eso. Probar en todos los bolsillos. Pañue. Freeman. ¿Dónde lo he? Ah, sí. Pantalones. Portamonedas. Patata. ¿Dónde lo he?…” Y se introduce, igualmente, en la mente de Molly, que en el capítulo final de la obra, el dieciocho, a las 2 de la madrugada del ya 17 de junio, repasa su vida en un largo monólogo sin puntos ni comas que ha pasado a convertirse en uno de los más brillantes pasajes de las letra universales: “(…) frsiiiiiiiiifronnng tren pitando por alguna parte la fuerza que tienen dentro esa máquinas como gigantes enormes y el agua hirviéndoles por todas partes y saliéndoles por todos lados como el final La vieja y dulce canción de amor los pobres hombres que…”. Etcétera, etcétera.
Y así los “frsiiiiiiiiifronnng”, los “pañué”, los “¿Dónde lo he?” acompañan al lector ese 16 de junio de 1904, día que se conoce como el bloomsday, día que en Irlanda (en Dublín especialmente) se señala en el calendario y día grande en la historia de la narrativa, gracias a que un dos del dos del veintidós James Joyce, por mediación de Sylvia Beach, pudo contemplar, tocar y hojear, como regalo de cumpleaños, un ejemplar recién publicado de Ulises.
Artículo escrito por Margarita Garbisu
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