El restaurante Bardal, con dos estrellas Michelin y dos soles Repsol, honra la despensa de Ronda con una carta que hace del producto local un acto de respeto y cocina viva.
Hay quien dice que Ronda es una ciudad de postales. Y puede que sí. Pero también es un lugar donde la cocina se toma en serio. Muy en serio. En su casco histórico, a dos pasos del famoso puente del Tajo, el restaurante Bardal se ha convertido en un referente que no necesita discursos elocuentes para justificar lo que hace: lo cuenta todo a través de su fogones.
Bardal, del chef Benito Gómez, presume de dos estrellas Michelin y dos soles Repsol. Pero más allá de los galardones, lo que lo define es una cocina pegada a la tierra, literal. Su despensa nace en la finca Rabadán, donde el equipo cultiva parte de lo que después servirá en mesa. Y todo se transforma en dos propuestas: el Menú Bardal (195 €) y el Gran Menú Bardal (230 €), ambos con opción de maridaje y un magnífico carro de quesos. Aquí nos hemos decantado por el primero, el Menú Bardal. Una sucesión de platos que, más que sorprender, emocionan.
Una cocina sin trampa, pero con magia
La filosofía de Bardal se puede resumir en una idea sencilla: que el sabor lo cuente todo. Y vaya si lo hace. Benito Gómez no busca provocar ni adornar. Le basta con respetar el producto, mirar a la despensa de Ronda y diseñar una cocina honesta, con técnica, pero sin ese tipo de shows gastro-gourmet que terminan por aburrirte.
Todo el menú está guisado a diario por un equipo que sabe lo que hace y que apuesta por sabores reconocibles: trucha, maíz, quisquillas, setas, ciervo, atún… Ingredientes que podrían parecer sencillos, pero que aquí alcanzan otra dimensión.
El pase que abre el recorrido ya marca el tono: un consomé de verduras especiado que reconforta y abre boca… Después, aparece la chuparquía de trucha, un bocado que juega con la textura y el sabor con una delicadeza inesperada. Y de ahí, todo va subiendo de intensidad, como si alguien hubiese afinado cada plato para que encaje en una sinfonía gastronómica.
Pases memorables y producto con apellido
Hay un momento en el que el menú se convierte en conversación. No hace falta hablar, pero cada pase dice algo. Como la quiche de apionabo y caviar, que encierra la cremosidad de un bocado francés con una mirada andaluza. O el trío de cogollo a la brasa con emulsión de vaca, guisantes encebollados y piel de pollo con gamba, que crea un juego de temperaturas, salinidad y textura que no se olvida.
Uno de los más aplaudidos en la sala: los calamares encebollados con queso Payoyo, un plato que abraza el recetario popular andaluz con un equilibrio justo entre lo marino y lo cremoso. Como si el queso fuese un hilo invisible que cose el conjunto y lo eleva.
El ciervo, el colágeno y la emoción del guiso
Si hay un tramo del menú que conecta con la memoria, es el que llega con la boloñesa de ciervo. Un guiño reconocible, reconvertido con inteligencia. Y que culmina con el ciervo a la bordelesa, acompañado de un prensado de col, champiñón y papada, un plato hondo, sin prisa, de esos que invitan a cerrar los ojos y dejarse llevar.
Entre medias, el chef introduce momentos inesperados, como un colágeno de setas, que aporta calidez, o un gazpachuelo de judías verdes con calabacín y anguila, que juega con los sabores de la cocina casera malagueña desde un lenguaje actualizado.
Vinos que acompañan y quesos que rematan
El maridaje opcional (215 €) está a la altura del menú. Con etiquetas bien elegidas, algunas locales y otras internacionales, siempre al servicio del plato y no al revés. Pero si hay algo que sobresale es el carro de quesos artesanos (25 €): afinados, cuidados y servidos con precisión. Un cierre antes de los postres que se siente como un premio extra.
Dulces que no saturan
El tramo final es elegante, medido, sin empalagar. El Gin Fizz de rosas abre la parte dulce con frescura floral. Después, hibisco, yogur y albahaca aportan una acidez amable, y el pase de champiñón, vainilla, café y piñón se convierte en un broche con cuerpo y memoria. Los petits-fours, servidos como si fueran un guiño de despedida, cierran un menú que no necesita más explicación que lo vivido.