Historia de una marca: Dom Pérignon, el vino de las estrellas

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Texto: Armando Cerra

Cómo una casualidad convirtió un «vino loco» que hacía explotar las botellas, en el «vino de las estrellas». Esta es la historia centenaria detrás del champagne Dom Pérignon

Un monje vistiendo el austero hábito negro de los benedictinos aparece acelerado por el claustro de la abadía. Anda un poco torpe y arremangándose los faldones, pero en cuanto se topa con un grupo de frailes les suelta emocionado: “Hermanos, venid conmigo porque acabo de beber el vino de las estrellas”.

Aquel religioso ni se imaginaba lo certera que iba a resultar semejante afirmación. Su nombre no era otro que Dom Pierre Pérignon. Un personaje del que no se saben demasiadas cosas, salvo que con apenas 20 años ingresó en la orden benedictina y una década después, en 1668, fue trasladado a la Abadía de Hautvillers, situada al sur de la ciudad francesa de Reims en el corazón de la región de Champagne.

Desde su llegada se le nombró procurador de la cava subterránea donde la comunidad guardaba sus víveres y en especial donde se elaboraban sus vinos. Tal vez le encomendaron tal trabajo porque era ciego, y la oscuridad de aquel sótano no le molestaba demasiado.  Además podía poner a prueba sus sentidos del gusto y del olfato para mejorar aquellos vinos.

En ese empeño puso todos sus esfuerzos, y se propuso experimentar para lograr un vino blanco a partir de uvas tintas. Ese fue su gran sueño e hizo numerosas pruebas, no solo quitando la piel a cada grano de uva de cada racimo que se cosechaba. También fue variando ensayando con la maceración de esos vinos.

Hubo un momento en que comenzó a embotellar aquellos vinos y sin saberlo, resultó que todavía era un caldo capaz de sufrir una segunda fermentación dentro del vidrio. Por aquellos años del siglo XVII, el cristal no era tan resistente como en la actualidad, así que cuando el vino empezaba a acumular gas carbónico en su interior, provocaba el estallido de la botella. Y si explotaba una, las de alrededor acaban hechas añicos y con el líquido por los suelos.

Lógicamente, el fraile andaba desquiciado intentando remediar tal desastre. Lo calificaba de “vino loco”. Y su única pretensión era evitar las incontrolables burbujas. Siguió probando y por suerte para él (y para todos) llegaron a sus manos botellas de vidrio más gruesas. Así fue como se fijó en el corcho que cerraba casi de forma hermética las cantimploras que portaban los peregrinos llegados a la abadía. Eso le inspiró para crear los primeros corchos para botellas. Ese fue el gran hallazgo de Dom Pérignon. Ese y crear el método champenoise, o sea, darle al vino una segunda fermentación en botella.

Es curioso, porque él  solo ansiaba quitarle las dichosas burbujas. Sin embargo, las casualidades también escriben la historia. Un buen día descorchó una de esas botellas y es muy posible que en primera instancia sintiera cierta frustración al comprobar que aquel líquido seguía teniendo gas. Pero ya que estaba abierta, decidió catar el caldo espumante.

Aquel trago fue, fue… no tenía palabras para definirlo. Salió desaforado de la cava y por fin les dijo a sus compañeros del monasterio “He probado el vino de la estrellas”. Aquella bebida no tardaría en darse a conocer y acabó por hacer famosa a la abadía, y a toda la región de Champaña. Pronto traspasó las fronteras comarcales y las burbujas embotelladas se servían en los banquetes de Versalles y de los palacios parisinos.

Ese vino espumoso ya era cuatro veces más caro que cualquier otro. La Abadía de Hautvillers se enriqueció y Dom Pérignon se convirtió en una celebridad. Incluso cuando murió en 1715, fue enterrado en el lugar reservado para los abades. Había legado un vino distinto y especial. Había muerto un monje, pero había nacido un mito.

Todavía hoy se le venera en la abadía. Y también en las bodegas históricas del entorno. Ahí se sigue haciendo este champaña tan único que ni siquiera se puede elaborar todos los años. Solo deciden hacerlo si los enólogos consideran que las uvas van a dar un producto excelente. Es la búsqueda de la excelencia. Y también la forma de revalorizar más aún su producto centenario.

La gran mayoría de vinos espumosos del mundo se consumen en el año o como mucho en dos. Eso no ocurre con el Dom Pérignon. De ahí que en sus etiquetas se lea el envejecimiento de cada añada. Estas son sus categorías: Vintage, para champañas de 7 años. Rosé para los que han cumplido entre 10 y 12 años. Luego están los OEnothèque que superan los 14. Y por último, joyas denominadas OEnothèque Rosé con una antigüedad de 20 años.

Estos últimos pueden alcanzar precios de hasta 1.000 euros. Y eso para las botellas de consumo. Si se trata de otras botellas para coleccionistas, las cantidades ascienden exponencialmente. Al fin y al cabo se trata de una bebida que es mucho más que eso. Es un símbolo. Un vino cuya imagen se asocia con el glamur de Marilyn, Dior o Andy Warhol.

Porque otro rasgo definitorio del Dom Pérignon es que pese a sus orígenes humildes y casuales, durante todo el siglo XX ha sabido cultivarse como el sabor de la exquisitez. Ha unido el peso de la mejor tradición y el brillo de la modernidad. Algo que continúa haciendo en el siglo XXI con espectaculares campañas en las que recurre a figuras tan especiales como Claudia Schiffer, Lenny Kravitz o la última Lady Gaga.

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