Entre su círculo de amistades se encontraban algunas de las personas más influyentes del siglo pasado como la princesa Grace de Mónaco, Truman Capote, Marilyn Monroe o Audrey Hepburn, pero lo que verdaderamente hizo famoso a Slim Aarons fueron sus fotografías de veranos idílicos y paisajes paradisíacos.
Hubo tres prendas de ropa que siempre se negó a fotografiar: los pantalones vaqueros, las camisetas y las zapatillas deportivas, y si alguno de sus modelos iba así vestido, le obligaba a cambiarse de ropa. Su deseo primordial era inmortalizar a las personas en sus entornos cotidianos pero en una escena exquisitamente mejor que cómo él mismo la había encontrado al llegar. Y así creó su propio universo, una colección de imágenes que destaparon el ocio y la opulenta vida de algunas de las personas más privilegiadas del siglo pasado.
Las mujeres jóvenes y hermosas siempre fueron una inspiración recurrente en su trabajo, pero frente a su objetivo también posaron personalidades como Mick Jagger, la Princesa Diana, Marilyn Monroe, Audrey Hepburn, Clark Gable, Jimmy Stewart, Gary Cooper, Gloria Guinness, los Onassis, Gianni Agnelli y una lista interminable de celebridades y aristócratas europeos en pleno fervor de su fastuosa vida. Su lema era sencillo: «gente atractiva haciendo cosas atractivas en lugares atractivos». Slim Aarons (29 de octubre de 1916, Manhattan – 29 de mayo de 2006, Montrose, New York) era tan alto, elegante y sexy que utilizó su encanto natural y su buena apariencia para abrirse camino en algunos de los círculos sociales más elitistas del mundo.
Durante una mañana del verano de 1997, Slim se encontraba en Austria, almorzando en el Hotel Goldener Hirsch de Salzburgo con la princesa Grace de Mónaco y su hija de 20 años, Carolina. En un momento dado (tal y como él contó más tarde una y otra vez) a Grace se le ocurrió lo que debió de parecerle una gran idea: «Oh, Slim, ¿por qué no contratas a Carolina para que trabaje contigo? Podríais viajar juntos por el mundo». Carolina asintió con entusiasmo. Cuando Slim contaba esta historia, una sonrisa pérfida se dibujaba en su rostro. «Vaya, qué idea tan maravillosa, Grace», respondió dejando claro que se tuteaba con la princesa. «Sólo tengo una pregunta», dijo. Slim ya sabía la respuesta, no obstante la soltó con fingida ignorancia. «Carolina- preguntó dirigiendo su mirada hacia la joven princesa- ¿puedes levantarte por las mañanas, temprano, muy temprano…? ¿…todas las mañanas…?» Madre e hija le miraron desconcertadas y en ese mismo instante cambiaron de tema con descarado disimulo. Cuando se trataba de su ética de trabajo, Slim Aarons no hacía concesiones, ni siquiera a las princesas.
Sin embargo, Aarons no siempre fotografió a gente rica, hermosa, bronceada, inmaculadamente peinada y vestida en sus fabulosas vidas por los paraísos más codiciados del mundo. Su carrera comenzó como fotógrafo de combate para la revista Yank.
Durante tres años, en la Segunda Guerra Mundial, se arrastró por los campos de batalla del norte de África y Europa. Grabó el agonizante asedio de Monte Cassino, en Italia, y fue herido durante la invasión de Anzio cuando los alemanes volaron un muelle en Italia. Llegó a Roma a tiempo para ver cómo caía en manos de los Aliados y tomó una foto -ahora famosa- de un soldado estadounidense con un bebé en brazos ante una multitud que se agolpaba en las calles.
En cuanto le dieron el alta tras haber sido herido, la forma que Slim Aarons tenía de entender la vida cambió por completo. Casi había olvidado que había nacido como George Allen Aarons en Manhattan y que se había criado en New Hampshire antes de huir a Europa para alistarse en el ejército a los 18 años con la única intención de ver el mundo y vivir aventuras. Después de la guerra, se sintió atraído por todas las posibilidades atractivas que se le presentaron y juró que no volvería a fotografiar ni la muerte ni la decadencia: «Ya había vagado por suficientes campos de concentración y pueblos bombardeados. Había dormido en el barro y me habían disparado. Me debía una vida fácil y lujosa. Quería estar en el lado soleado de la calle».
Slim Aarons viajó durante décadas en busca de las personas más fascinantes y glamurosas del mundo para inmortalizarlas con su fotografía ambiental. Creó un estilo fotográfico único que ha sido reproducido, versionado y recreado sin cesar por fotógrafos, directores de arte, cineastas y diseñadores de moda durante años. Desde las campañas de Ralph Lauren de Bruce Weber y las campañas de Versace o Valentino de Steven Meisel a las películas La Piscine (1969) de Jane Birkin o El talento de Mr. Ripley de Anthony Minghella, por no contar las innumerables sesiones de fotos para las revistas más famosas de todo el mundo.
Un elegante salón de techos altos, un jardín verde infinito y altas palmeras bañadas por el sol del caribe o una alameda de nogales centenarios. Aarons captaba la esencia de un lugar a través de sus imágenes y de las personas privilegiadas que podían disfrutar de ese sabor tan exclusivo de la vida.
No importaba en qué lugar del mundo aterrizase, el itinerario del fotógrafo durante los viajes de las revistas para las que trabajaba solía ser siempre el mismo: llegar al hotel, deshacer la maleta y descansar en su habitación solo un par de horas (y solo un par de horas. Ni una más). Después se despertaba y salía a la calle, ejecutando su primera norma: curiosear la ciudad. Nunca sacaba su cámara de la funda antes del tercer día de trabajo. Ese era el tiempo que precisaba para escrutar cada uno de los rincones de la localidad en la que se encontraba.
Su método de trabajo consistía en llevar un maletín de acero inoxidable con una cámara –primero fue una Leica, después una Nikon- además de un cuerpo de cámara de reserva, un par de objetivos y un medidor de luz. Nada más. Medía la cantidad de película Kodachrome de cada día y la llevaba al hombro en una pequeña bolsa de lona a rayas. Aarons manejaba su propio equipaje, cargaba y descargaba su propia película y controlaba su propio medidor de luz. En cuanto a todo lo demás que había que resolver en un rodaje, ideó una fórmula mágica para trabajar con otra persona con recursos, a la que le gustaba llamar tuttofare. La definición moderna de la palabra italiana es «manitas» y significaba «si quieres ser mi asistente, tienes que saber hacerlo todo”.
Como tuttofare, su asistente tenía que ser capaz de abrazar cualquier trabajo que surgiera en el lugar, desde estilista hasta investigador, escritor, musa, gorila, diplomático o esquiador acuático. En definitiva, tenía que ser el solucionador de problemas en general. Cuando Santa Antonelli necesitó una prenda interior específica para el vestido que Slim insistió en que llevara en un retrato con su hermana Serena, su tuttofare tuvo que acompañarla de compras y cargar el coste a la revista para la que estaban fotografiando, mientras Slim preparaba la toma en su palacio florentino. En otra ocasión, durante un reportaje en Palm Beach, Slim se negó a fotografiar a la socialité Dragana Lickle, que había llegado a una prueba para la portada de la revista Town & Country con el pelo excesivamente peinado. Su tuttofare tuvo que apresurarse a lavarle el pelo en el lavabo del hotel para que Slim accediera a hacer la foto, que finalmente fue elegida como portada de la revista.
Ese detalle y meticulosidad por su trabajo hizo que su entorno lo reconociera como un profesional incansable, un periodista del viejo mundo cuyo único objetivo era llevar a cada casa una de las historias que el carrete de su cámara custodiaba. Sin embargo, el optimismo de Slim y su inquebrantable ética de trabajo se diluía con algunas sombras oscuras: su carácter llegaba ser malhumorado, controlador y, a veces, inexplicablemente obsesivo por miedo a ser plagiado.
Ese temor se ponía de manifiesto en más de una ocasión cuando la gente le pedía consejos sobre fotografía. Considerado un experto en la materia, a menudo le preguntaban cómo hacer fotos o qué tipo de cámara comprar. Resultaba comprensible que se sintiera competitivo con otros fotógrafos profesionales, pero era una extraña grieta en su armadura que pareciera temer también la competencia de los aficionados. Nunca habló de Nikons, Leicas o Canons, las principales cámaras de la época. En su lugar, siempre daba a los aspirantes a fotógrafos una respuesta más maquiavélica: les aconsejaba que compraran una Brownie, una cámara sencilla y barata fabricada por Kodak que se utilizaba para tomar instantáneas.
Por dondequiera que se miren sus fotografías hay signos de riqueza y ocio. Los colores son siempre brillantes y los elementos decorativos parecen haber sido diseñados para la ocasión: paraguas de rayas, piscinas, palmeras, muebles antiguos perfectamente restaurados, bougainvilleas, casas blancas, mascotas caprichosamente mimadas, cócteles… Todo el mundo está relajado y feliz. Sus fotografías se convirtieron en un auténtico quién es quién de la alta sociedad. Grace Kelly y el Príncipe Rainiero en una gala en Mónaco, Bing Crosby en Pebble Beach, John Huston en su refugio de Puerto Vallarta o el Príncipe Aga Khan IV en su complejo turístico de Cerdeña.
Aarons dio a conocer al mundo todo tipo de lugares de ensueño a través de su trabajo: una gran villa de piedra colgada sobre un acantilado con vistas panorámicas de la bahía de Nápoles; la espectacular finca de George Newhall en Hillsborough, California (la casa y los jardines siguen el modelo de Le Petit Trianon en Versalles). Extrajo todo lo que era cool y chic del viejo dinero mientras disparaba con su Leica último modelo, incluyendo picnics de esquí en Snowmass Village, Colorado, y almuerzos al aire libre en Palm Springs.
Frank Zachary, el visionario director artístico de la publicación Holiday (y futuro redactor jefe de Town & Country), utilizó las páginas de su revista para publicar las imágenes de Aarons y así poder ofrecer a los americanos de la posguerra «un pasaporte al glamour de los viajes y al ocio», como él mismo decía. Cuando Zachary se convirtió en editor de Town & Country en 1972, Aarons le siguió, y el dúo produjo algunos de sus trabajos más icónicos.
Ambos dejaron sus trabajos en 1991 y Aarons se retiró a su rústica casa de campo en Katonah, Nueva York. Las cosas por aquel entonces iban bien y en 1997, Aarons decidió vender su archivo al completo a Getty Images. Miles y miles de impresiones, negativos y transparencias salieron de unas cajas de cartón que hasta entonces habían estado cogiendo polvo en su ático neoyorkino. “Fue una decisión deliberada”, dice Eric Rachlis, vicepresidente de los servicios de licencias de Getty Images. «Tenerlas todas en una base de datos facilitaba la obtención de buenas impresiones».
Aarons confesó que decidió vender su archivo porque creía que la sociedad como tal ya no existía y quería que el gran público presenciara cómo él la había vivido y documentado. Intuyó con admirable acierto cómo esta nueva generación, tan atrapada por las apariencias, las imágenes retocadas, el dinero, la fama efímera y el lujo, apreciaría sus imágenes de fincas cuidadas e islas privadas.
Por aquel entonces se redescubrió su primer libro de fotografías, A Wonderful Time, publicado inicialmente en 1974, una obra que había sido injustamente criticada por Christopher Lehmann-Haupt, del New York Times, que consideró que su enfoque en la riqueza y la gente rica era, cuanto menos, «repelente». Cuarenta años después esa obra se ha convertido en una pieza de coleccionista que se vende por más de 2.000 dólares.
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