Entre la ciencia y la experiencia personal, exploramos si es posible dejar atrás la promiscuidad y apostar por una relación estable.
¿Un hombre promiscuo está condenado a serlo toda la vida? ¿Por qué tantas personas caen en el autoengaño de pensar que, cuando están con un tío con fama de ser un mujeriego, “conmigo será diferente”? Detrás de esa frase, repetida en relaciones que buscan estabilidad, hay un terreno complejo: la psicología, los traumas y la capacidad real de cambiar hábitos que parecen enquistados.
El dilema es común: alguien con un pasado marcado por la promiscuidad asegura que ahora está en otra etapa. ¿Se trata de un deseo genuino de evolución o de un discurso fácil para no perder una oportunidad? La cuestión va más allá de la fidelidad. Implica preguntarnos si, como adultos, podemos reprogramar conductas adquiridas y dejar atrás patrones que nos hieren a nosotros mismos y a quienes se cruzan en nuestro camino.
La compulsión de repetición: ¿la cabra siempre tira al monte?
La psicología es clara: el mayor predictor de nuestra conducta futura es nuestra conducta pasada. ¿Esto quiere decir que «la cabra siempre tira para el monte»? Esta tendencia se conoce como compulsión de repetición, esa fuerza que empuja a los seres humanos a repetir conductas dañinas, incluso cuando sabemos que nos perjudican.
“Es algo casi empírico que una persona promiscua, con un pasado de promiscuidad, tiene más probabilidades de fallarnos dentro de una relación estable”, asegura el psicólogo granadino A. Carlos González. Y aunque pueda sonar duro, las estadísticas psicológicas lo respaldan.
El cerebro también se entrena
Sin embargo, reducir a una persona a su pasado sería negar nuestra capacidad de cambio. Si podemos transformar nuestro cuerpo con dieta y ejercicio, ¿por qué no íbamos a poder entrenar también el cerebro?
“Todo el mundo se olvida de que el cerebro también se puede trabajar y que podemos cambiar nuestras conductas. Claro que sí” afirma rotundamente A. Carlos González. La neuroplasticidad —esa capacidad del cerebro para generar nuevas conexiones— avala la idea de que la transformación es posible. Claro, no se trata de magia, sino de un proceso que requiere voluntad, terapia y un entorno adecuado.
Promiscuidad como síntoma
Detrás de la promiscuidad suele esconderse algo más profundo. Un trauma, un rechazo o una cadena de experiencias dolorosas. “Supongamos que una chica joven buscaba una relación formal y se ha encontrado con dos o tres machos alfa que la han vacilado hasta la saciedad. Esta chica, emocionalmente dañada, ya no quiere compromisos y comienza a llevar una vida más promiscua para evitar el apego”, explica A. Carlos González.
En estos casos, el sexo deja de ser búsqueda de placer y se convierte en un mecanismo de defensa. Lo mismo ocurre con hombres que, tras sentirse heridos, terminan refugiándose en discursos como el MGTOW (Men Going Their Own Way —traducido al español como «hombres que siguen su propio camino»). La promiscuidad, entonces, no es un fin, sino una huida.
Entre empoderadas y “machos alfa”
El psicólogo granadino identifica un claro foco del problema en esta situación: para A. Carlos González, el debate actual está contaminado por dos extremos: las mujeres que, bajo la bandera del empoderamiento, defienden la libertad sexual como una forma de poder; y los hombres que se autoproclaman machos alfa, con el discurso de la conquista perpetua.
“Estoy harto del discursito de empoderadas y machos alfa. De hecho, si un tipo se autodenomina macho alfa, mal asunto”. Ambos relatos, lejos de fomentar el crecimiento personal, terminan reforzando dinámicas de vacío y desconfianza.
A. Carlos González, psicólogo.
¿Todos pueden cambiar?
Aquí es donde la conversación se pone delicada. No es lo mismo hablar de un patrón de promiscuidad que de conductas violentas o criminales. Como aclara el texto: “No es lo mismo una conducta que produce daño a otras personas —como ser un maltratador—, que provocar un cambio en una conducta que solo nos daña a nosotros mismos”.
La diferencia es clave. Mientras que algunas personas promiscuas logran transformar su manera de relacionarse, otras simplemente no quieren hacerlo. Y sí, la probabilidad de infidelidad en alguien con este historial es más alta. Negarlo sería ingenuo.
La importancia del amor propio
El punto de inflexión llega cuando la persona promiscua reconoce el vacío que deja esa vida y decide dar el paso hacia un vínculo más profundo. “Algunas de estas personas, cuando conocen a alguien de valor, se aferran y luchan con uñas y dientes. Ya saben el vacío que deja la promiscuidad y no quieren volver a eso”.
En esos casos, la experiencia previa no se convierte en una condena, sino en la base de un aprendizaje. El amor propio y la claridad mental son el motor para apostar por algo distinto.
¿Qué hacemos con el pasado?
Aceptar que los actos tienen consecuencias también forma parte de la ecuación. Muchas mujeres que dejan atrás la promiscuidad se encuentran con hombres que no aceptan ese pasado. Y, aunque pueda sonar injusto, no podemos obligar a nadie a sentirse cómodo con la historia de otra persona.
“Así se empezaría a adquirir la mentalidad de que nuestros actos tienen consecuencias”. En otras palabras: sí, existe la posibilidad de cambio, pero eso no borra las huellas del camino.
O lo que es lo mismo…
¿Realmente existe posibilidad de cambio en una persona con un pasado promiscuo? La respuesta es sí, pero con matices. Cambiar es posible, pero no todos lo logran ni todos lo desean. La clave está en reconocer el origen del comportamiento, trabajar la mente tanto como trabajamos el cuerpo y entender que el amor propio es el verdadero punto de partida.