¿Quién quiere una sexualidad convencional pudiendo probar de todo?

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En tiempos en los que todo está presuntamente “a la mano” y siempre dispuesto a satisfacernos, ¿quién podría contentarse con mantenerse en lo mismo pudiendo probarlo todo? Las “poli eróticas” sin duda vencen la partida a las eróticas “convencionales”… ¿o no está tan claro?

Por “convencional” se entiende, ya desde su raíz etimológica, el participar de un “convenio”, como el habitar un “convento” en el sentido de conformar una comunidad de sujetos que realizan acciones similares; el realizar, en definitiva, lo que se establece por “conveniente”, entiendo por esto lo que resulta más provechoso pues así se ha acordado por la mayoría.

En materia sexual, lo “convencional” ha venido de antiguo muy condicionado por restringir al máximo su uso: por limitar, por cuestiones morales ya muy bien conocidas, el uso del despliegue de las infinitas posibilidades que nos ofrece nuestra sexualidad y las maneras eróticas de interactuar sexualmente entre nosotros y los demás.

El modelo de sexualidad que en sexología conocemos como “locus genitalis” que ha sido el exclusivo modo de entender el hecho sexual humano durante siglos (el “convencional”) establecía que el fin último de nuestra condición sexuada era la reproducción y que, por tanto, la única erótica “admisible” era el coito heterosexual con la legítima. Lo demás, el detenerse en eso que el mismo modelo estableció como “preliminares” y que, en realidad, son eróticas autónomas en sí mismas, era sinónimo de depravación, de desviación, de patológico, de pecado y, en cuanto tal, severamente perseguidas, controladas o reprimidas. Es decir, “no podía haber nada más” que eso, la “oferta” en materia sexual se restringía a eso.

El mencionado modelo normativo del “locus genitalis” era primordialmente moral y basado en un terror concreto: que el deseo femenino al que se ha considerado de siempre el origen de todos los males que asolan la humanidad (basta recordar figuras como Eva en el Génesis, Pandora en la mitología griega o Helena en la Ilíada) se desbridara, actuase en libertad y solo sujeto a una autonomía femenina. Pero ese modelo normativo del hecho sexual humano también tenía otros fundamentos generales asociados a la carestía y a la inmovilidad. Había que mantener el control a toda costa y para ello todas las cosas tenían que estar en su sitio, ser lo que eran y no moverse demasiado para no alterar el orden social. Reprimir el deseo, esa era la clave.

Afortunadamente, ese modelo normativo del sexo ya no es el mayoritariamente vigente en nuestros días, pero su secuencia formal de actuación (estimulación de zonas erógenas primarias, felación o cunnilingus, coito y orgasmo) sigue siendo considerada, por ser la manera más frecuente de interactuar sexualmente, como la “convencional”. Que sea considerada como “convencional” no supone ahora que siga siendo exclusiva y, además, excluyente. Muy al contrario.

De la “perversión” de la represión a la avidez por “consumir”

La diferencia entre la España de los años sesenta, la Rumanía de Ceaucescu o la DDR de los años setenta de Honecker y la España actual, la Rumanía actual o la Alemania actual era, entre millones de matices más de infinitos órdenes, la carestía de oferta. No eran sistemas a los que hubiera llegado la economía de mercado basada en un sistema capitalista de producción y consumo ilimitados.

En las tiendas o almacenes de antaño, la oferta era escasa en cantidad y sobre todo en alternativas. Si podías comprarte un coche, o era un Seat en España (con un único primer modelo al principio y por el que podías esperar años) o era un Trabant en la DDR. Pongo este ejemplo como metáfora de lo que era un “modelo normativo sexual” que restringía, por el control de la represión, cualquier alternativa.

Ahora resulta que los escaparates de nuestras tiendas están repletos a rebosar de artículos en variedad y con una rotación de ofertas enloquecidamente acelerada de forma que, lo que hoy ves y dices que mañana vas a comprar, ya no puedes porque mañana ya ha sido sustituido por la ultimísima novedad. Ello implica necesariamente que, como supieron ver por ejemplo Lacan y Foucault, el mecanismo de control ya no sea la represión, sino su opuesto; la avidez. En materia sexual pasa exactamente lo mismo.

Cada día nos asaltan con nuevas formas de interactuar sexualmente (y su correspondiente neologismo anglosajón, ¡cómo no!) con nuevas vías de conseguir orgasmos cada vez con más frecuencia e intensidad, con más cuerpos disponibles al alcance de la mano o del “click”. Y la “perversión” de esto, por el imperativo que mencionábamos, no es que tengas la libertad (algo preciado) de poder elegir, es que tienes la obligación de estar continuamente eligiendo algo “nuevo” sin poder detenerte a profundizar en lo que conoces y te satisface.

El giro imponente entre la represión del deseo a la explotación del deseo desbridado que hoy nos domina hace que entendamos que la “realización” de un sujeto se manifieste como una acumulación exponencial de “experiencias” que, encima, deben producirse sin que en manera alguna produzcan insatisfacción (no nos obligue ni coarte de ninguna manera cualquier nueva apetencia) pues obtener plena satisfacción a tiempo completo es la segunda, junto a la acumulación de experiencias, de las “obligaciones” de nuestro tiempo.

Pero sucede que la lógica del “probar” y “tirar” lo probado en cuanto exige algo de nosotros casa muy mal con el obtener en plenitud una experiencia. Es decir, una exigencia impide la otra. Pasa un poco como al pirata aquel de la saga de Disney, Héctor Barbosa, que se hartaba de comer y beber pero nada le sabía a nada. De nada extraía experiencia alguna. 

La libertad está tanto en saber decir “sí” como en saber decir “no”

Términos como “rutina”, “compromiso” o “zona de confort” son hoy los nuevos censores que inmediatamente te aparecerán en la cabeza martilleándote como un herrero en la fragua en caso de que no cumplas con esa implícita imposición de abrirte continuamente a nuevos sabores.

Por utilizar la terminología Kinky; por ser siempre un aburrido y temeroso “vainilla”, un consumidor timorato de helados de vainilla que no tiene el arrojo de probar el de curry con “toppings” de caramelo de mantequilla salada y nueces de macadamia, bañado en sirope de fresa, por más que te revuelva las tripas nada más verlo.

Lo “convencional”, lo asumido por la mayoría como más conveniente, es ya hoy la novedad, lo “convencional” es ya hoy el “probar todo”; el perpetuo no quedarse quieto en ninguna práctica erótica, en ninguna línea concreta de despliegue de nuestra sexualidad, en no permitirse alcanzar nunca la satisfacción de hacer lo que ya sabemos que nos satisface por haber profundizado en ello.

El conducir, a día de hoy, un Seat o comerse un delicioso helado de vainilla, porque después de haber probado lo suficiente, has elegido eso. Y es que la verdadera virtud que proporciona el ejercicio de la libertad está tanto en saber decir “sí” como en saber decir “no”. Tanto en no dejar de abrirte como en saber cuándo pararte. En saber cuándo no alcanza y cuándo es suficiente. Quizá por eso, conquistar y saber gestionar la libertad es, además de nuestro mayor logro, nuestra mayor fuente de satisfacción.

Artículo publicado por Valérie Tasso

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