Ilustración: Idoia Montero para Rísbel Magazine
La doctrina de la elegancia, la finura y la originalidad tuvieron su auge a finales del siglo XVIII y principios del XIX donde un desconocido Bryan Brummell nació en 1778 para arbitrar las normas del saber estar y de la distinción.
Los orígenes humildes de Bryan Brummell no fueron un impedimento para que el joven ascendiera rápidamente en la escala social. A los 12 años Brummell fue enviado al Eton College, donde conoció al hombre que marcaría su destino, el príncipe de Gales y futuro rey Jorge IV. El príncipe, que era más bien gordo y de estatura baja, miraba a Brummell con toda la admiración que la envidia le permitía y advirtió en él el icono de la elegancia a la que él mismo aspiraba -se dice que Jorge gastaba al año cien mil libras solo en prendas de vestir-.
El futuro rey pronto le convirtió en un aliado perfecto para superar sus propios complejos, hasta hacerse buenos amigos. Esta amistad entablada entre los reyes del narcisismo más extremo dejó estupefacta a la nobleza londinense, que no admitía que el príncipe heredero se juntara con el nieto del confitero, asistiendo a elitistas reuniones principescas.
Sin embargo la preocupación dejó paso a la fascinación, pues Bryan Brummell no tardó en llamar la atención de los más exquisitos aristócratas y su estilo pronto fue copiado por estos. Así se convirtió en asistente indispensable de los salones de la élite inglesa mientras hacía de su imagen su principal aliado.
La verdadera popularidad de Bryan Brummell llegó cuando ingresó en el décimo regimiento de los Hussares reales, y aunque el salario que ganaba era insuficiente para poder mantenerse en el círculo elitista de hombres que tanto admiraba, su popularidad aumentó cuando alcanzó el rango de capitán, cargo que tuvo que abandonar porque no le permitía acudir a sus numerosas citas sociales.
Pronto Bryan Brummell se hizo con las riendas de todo lo que tuviera que ver con la elegancia y la distinción en el vestir. Su carrera como ministro de la moda empezó a ascender a medida que la realeza británica, los acaudalados londinenses y las damas más hermosas de se rendían a sus pies y seguían las normas dictaminadas por el que ya era denominado por todo el mundo El árbitro de la moda.
A Bryan Brummell se le atribuyen grandes avances en la indumentaria masculina, él fue el que inventó el traje moderno tal y como lo conocemos hoy en día, las camisas con cuello almidonado acompañadas por sus correspondientes corbatas o pañuelos y los pantalones actuales. Pero lejos de lo que podamos pensar acerca de la opulencia con la que relacionamos a los dandis, George Bryan Brummell fue todo un experto en la sencillez, pues sus actividades diarias giraban en torno a la frase “notoriamente desapercibido”.
Gozó de una vida ociosa y hasta disoluta, donde el juego y la bebida estaban a la orden del día. El hecho de contar con el favor especial del príncipe le otorgó grandes privilegios: los sastres y otros comerciantes de Londres terminaron aceptando que Bryan Brummell no pagara sus facturas porque, según ellos, el hecho de que se rodease con la realeza valía su peso en oro.
Ver arreglarse a Bryan Brummell se convirtió en todo un ritual al que muy pocos afortunados tenían acceso a presenciar: desde su afeitado, que realizaba él mismo hasta ver como se anudaba la corbata, que en ocasiones ensayaba hasta veinte veces para acertar con el nudo que él esperaba. Cada vez que se equivocaba, tiraba la corbata al suelo y la reemplazaba por otra nueva. Entre sus más famosas costumbres estaban la de enviar su ropa a Francia para que allí fuese lavaba y planchada y la de suavizar sus hojas de afeitar en pergaminos arrancados de ediciones clásicas. También fue el precursor de la higiene diaria, pues como cosa insólita para la época se bañaba todos los días en leche de burra para cuidar su piel. Consideraba que los perfumes estaban completamente fuera de lugar, pues el mejor olor que podía desprender un hombre era el del baño cotidiano.
Sin embargo, el atrevimiento de su lenguaje y su impertinencia precipitaron su caída. Su actitud arrogante y su lengua afilada, que al principio sedujeron al príncipe regente, a la larga hicieron que el propio Jorge IV lo vetara. A los treinta y ocho años, desprovisto del favor del príncipe, los acreedores se abalanzaron sobre él para cobrarle las millonarias deudas que Brummell tenía pendientes. Al verse incapaz de pagarlas, Brummell huyó a Calais, dónde intentó ocultar su pobreza vistiendo con un mínimo de decoro, pero sus penurias eran evidentes. Gracias a un favor personal consiguió ser nombrado cónsul de Inglaterra en Caen, bajo un modesto sueldo que tampoco le daba para cubrir la vida que seguía llevando en Francia. Las deudas se fueron acumulando y en mayo 1835 fue conducido a la cárcel.
Cuando salió de la cárcel Brummell no era ni sombra de lo que había llegado a ser. Perdió la cabeza y murió solo y arruinado en un manicomio de Caen el 24 de marzo de 1840.
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